Si nuestra oración corresponde al Corazón
de Jesús, iremos alcanzando misericordia, y del mismo modo trataremos con
misericordia y caridad a los hermanos, si nos injurian, la caridad permanecerá
en nuestro corazón, no podemos devolver mal por mal y no tendremos
resentimientos contra nadie, pero también con la vida de oración, no podemos
obligar a nadie que se salve, y según la gravedad de su conducta, evitaremos su
mismo camino, como hicieron los santos.
Si nuestro comportamiento con el prójimo
es violento, poniéndonos casi a su mismo nivel, es que nuestra oración, no hay
pureza de intención, y no oramos para Dios.
En
conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como
hermanos, sed misericordiosos y humildes.
No devolváis mal por mal, ni insulto por
insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la
bendición. (1Pedro, 8-9)
De ninguna manera debemos responder al
violento que no quiere tener una vida según Jesucristo, pues por más que con
caridad le tratamos, no es capaz de aceptar el bien.
No lo tuvieron fáciles los Santos
Patriarcas, guiaba a un pueblo que era incapaz de aceptar la Voluntad de Dios,
y no hacía más que ofenderle.
El Santo Padre Benedicto XVI, nos enseña
de cómo Abraham intercede no solamente para salvar a los inocentes, sino
también para que los culpables no perecieran. Pero ese tipo de culpa, es muy
difícil, y con frecuencia es imposible que halle la conversión del
propio corazón, porque se cierra a la Misericordia de Dios, y se dicen que no
necesita nada del perdón de Dios, ya que el número de sus pecados, les ha
cegado. Había dicho que en parte es difícil, pues solo unos pocos, se
convierten al Señor, de los que se habitúan a esa abominación pecaminosa de
Sodoma y Gomorra. Y porque ahora se amparan en unas leyes infame que legaliza ofensas contra Dios, y están más embrutecidos, que no les han valido los testimonios de los peregrinos de la JMJ, por la pureza de vida.
Pero reflexionemos esta enseñanza de Su
Santidad Benedicto XVI:
ZS11051806 - 18-05-2011
Permalink: http://www.zenit.org/article-39312?l=spanish
Benedicto XVI: La oración según el Patriarca Abraham
Hoy en la Audiencia General: 18-05-2011
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 18 de mayo
de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos la
catequesis que el Papa Benedicto XVI ha dirigido a los peregrinos y fieles
provenientes de Italia y de todo el mundo, recibiéndolos en audiencia en la
Plaza de San Pedro. Dicha catequesis forma parte del ya iniciado ciclo sobre la
oración.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
en las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre
la oración como fenómeno universal, que -incluso de distintas formas- está
presente en las culturas de todas las épocas. Hoy, sin embargo, querría
comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos conducirá a profundizar
en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre, que anima la historia de
salvación, hasta su culmen, la palabra definitiva que es Jesucristo. Este
camino nos hará detenernos en algunos textos importantes y figuras
paradigmáticas del Antiguo y Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran Patriarca,
padre de todos los creyentes (cfr Rm 4,11-12.16-17), el que nos ofrece
el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de
Sodoma y Gomorra. Y quisiera invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en
las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia, que espero que
tengáis en vuestras casas, y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla
en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y
el hombre, entre el Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde,
que reza.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar, se
encuentra en el capítulo 18 del Libro del Génesis; se cuenta que la maldad de
los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a su cima, tanto que era
necesaria una intervención de Dios para realizar un gran acto de justicia y
frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su
oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que le va a suceder y le hace
conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su
elegido, elegido para construir un gran pueblo y hacer que todo el mundo alcance
la bendición divina. La suya es una misión de salvación, que debe responder al
pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él, el Señor quiere
llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y entonces, este
amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los
que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.
Abraham afronta enseguida el problema en toda su
gravedad, y dice al Señor: “Entonces Abraham se le acercó y le dijo: «¿Así que
vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad
cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor
a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar
al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma
suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?”
(vv. 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham plantea a Dios la
necesidad de evitar la justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo
condenar el crimen e infligir la pena, pero -afirma el gran Patriarca- sería
injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad
hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un
juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, justamente, a Dios.
Si leemos, más atentamente el texto, nos damos cuenta
de que la petición de Abraham es todavía más seria y profunda, porque no se
limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para
toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho, al
Señor: “Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los
cincuenta justos que hay en él?” (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva
idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen
los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a
través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su
oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino
una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera
de la culpa también a los impíos, perdonándoles. El pensamiento de Abraham, que
parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se pueden tratar a
los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario, sin
embargo, tratar a los culpables como a los inocentes, realizando un acto de
justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, por que si los
malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar,
no continuarán haciendo el mal, se convertirán estos, también, en justos, sin
necesitar nunca más ser castigados.
Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en
su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es
misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, llama a
la puerta del corazón de Dios conociendo su verdadera voluntad. Ya que Sodoma
es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de
Dios y su perdón ¿no son quizás la manifestación de la fuerza del bien, aunque
si parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía
frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro
modos y medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que
interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela
exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra
cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los
abismos de la misericordia divina. Abraham -como recordamos- hace disminuir
progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no
son cincuenta, podrían ser cuarenta y cinco, y así hacia abajo, hasta llegar a
diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en las insistencia: “Quizá
no sean más de cuarenta..treinta... veinte... diez” (cfr vv. 29, 30, 31, 32), y
según es más pequeño el número, más grande se revela y se manifiesta la
misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite
después de cada súplica: “perdonaré... no la destruiré... no lo haré” (cfr vv.
26.28.29.30.31.32).
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser
salvada, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la potencia
de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la
salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que
Dios tiene siempre hacia el hombre pecador. El mal, de hecho, no puede ser
aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de
Sodoma tenía esta intención. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado,
sino que se convierta y que viva (cfr Ez 18,23; 33,11); su deseo es
perdonar siempre, salvar, dar la vida, transformar el mal en bien. Si bien,
precisamente es este deseo divino el que, en la oración se convierte en el
deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su súplica,
Abraham está prestando su propia voz, pero también su propio corazón, a la
voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de
salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la
posibilidad de manifestarse en modo concreto en en la historia de los hombres,
para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración,
Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino el de
salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.
Y esto es lo que el Señor quiere, y su diálogo con
Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso.
La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez más,
en menos exigente y al final sólo bastan diez para salvar a la totalidad de la
población. Por qué motivo Abraham se detuvo en diez, no lo dice el texto.
Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez
personas, constituyen el quorum necesario para la oración pública
hebrea). De todas maneras, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela
del bien para salvar a un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban
en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción
paradójicamente necesaria por la oración de intercesión de Abraham. Porque
precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor
estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban
encerradas en un mal total y paralizante, sin tener unos pocos inocentes desde
donde comenzar a transformar el mal en bien.
Porque es este el camino de salvación que también
Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo,
sino ser liberados del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser
eliminado, sino el pecado, ese rechazo a Dios y del amor que lleva en sí el
castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: “¡Que tu propia maldad te
corrija y tus apostasías te sirvan de escarmiento! Reconoce, entonces, y mira
qué cosa tan mala y amarga es abandonar al Señor, tu Dios” (Jer 2,19). Es de
esta tristeza y amargura de donde el Señor quiere salvar al hombre liberándolo
del pecado. Pero es necesaria una transformación desde el interior, una pizca
de bien, un comienzo desde donde partir para cambiar el mal en bien, el odio en
amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la
ciudad, y Abraham continuamente repite: “Quizás allí se encuentren...” “allí”:
es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que
puede resanar y devolver la vida. Y una palabra dirigida también a nosotros:
que en nuestras ciudades haya un germen de bien, que hagamos lo necesario para
que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente, hacer vivir y sobrevivir
a nuestras ciudades y para salvarlas de esta amargura interior que es la
ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de
bien no estaba.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su
pueblo se amplía más tarde. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos,
el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta sólo un justo
para salvar Jerusalén: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad e informaos
bien; buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre, si hay alguien que
practique el derecho, que busque la verdad y yo perdonaré a la ciudad” (Jer
5,1). El número ha bajado aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande.
-y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra
la respuesta del bien que busca, y Jerusalén cae bajo asedio de los enemigos.
Será necesario que Dios se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la
Encarnación: para garantizar un justo, Él mismo se hace hombre. El justo estará
siempre porque es Él: es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El
infinito y sorprendente amor divino será manifestado en su plenitud cuando el
Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que
llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e
intercediendo por quienes “no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Entonces
la oración de todo hombre encontrará su respuesta , entonces todas nuestras
intercesiones serán plenamente escuchadas.
Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham,
nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más, el corazón a la
misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos
desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza
al Señor que es grande en el amor. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua
española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia,
Venezuela, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a
todos a conocer cada vez más la Biblia, a leerla y meditarla en la oración para
profundizar así en la maravillosa historia de Dios con el hombre, y abrir el
corazón a la sobreabundante misericordia divina. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a
los recién casados. Queridos jóvenes, espero que sepáis reconocer en medio de
tantas otras voces del este mundo, la de Cristo, que continua invitando al
corazón de quien sabe escuchar. Sed generosos en seguirlo, no tengáis en poner
todas vuestras energías y vuestro entusiasmo al servicio del Evangelio. Y
vosotros, queridos enfermos, abrid el corazón con confianza; Él no os dejará
sin la luz consoladora de su presencia. Finalmente a vosotros, queridos recién
casados, espero que vuestras familias respondan a la vocación de ser
transparentes al amor de Dios. Gracias.
[Traducción del original italiano por
Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
©Libreria Editrice Vaticana]
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