Ser cristiano es hacer todo lo que Jesús nos enseña, y muy
común para todos nosotros es la vida de oración, que no solamente pueden
disfrutar los religiosos y sacerdotes, sirve para cada persona, sin importar el
oficio o profesión que realice, como carpintero, jardinero, albañil, fotógrafo,
y todo lo que decente.
Como albañil, no es imposible dedicar nuestro tiempo al
Señor, pues tenemos las jaculatorias, “Jesús, confío en Ti”; Sagrado Corazón de
Jesús, en Vos confío”, “Sagrado Corazón de María, sed mi salvación”, etc. Los
trabajos duros de la construcción gracias a la vida de oración y entrega al
Señor, dejan de ser dura. La oración del Santo Rosario, siempre hay otros
momentos para dedicarlos devotamente al Señor. No existe ningún tipo de justificación que diga que no se puede orar.
Deja de orar, y aparecen multitud de problemas, uno de ellos es ir apagando sin que se de cuenta la fe.
«El
que persevere en la oración, por pecados, caídas de mil manera que ponga el
demonio, tengo por cierto le sacará el Señor a puerto de salvación. » (Santa Teresa de Jesús, vida
8) [Antología de la Oración, página 156, 1. Apostolado Mariano]
El
camino de la oración es un medio muy eficaz, para ir superándonos, si hemos caído
en la suciedad del pecado, nos da fuerzas para levantarnos.
Hay sacerdotes, religiosos y religiosas, que perseveran en la vida de oración, y se perfeccionan cada vez más en su vocación, en la llamada que el Señor ha hecho. Cuánto más oración es más perfecta la vocación, hay más santidad y verdadera vida de pureza y obediencia a la Iglesia Católica. Un alma que ora en espíritu y verdad, es imposible que renuncie a su vestimenta eclesial, ni el religioso renunciará a su hábito religioso. Pero cuanto menos trato de amor se tenga con Cristo, más un alma, opta por identificarse con el mundo, y se olvida de su compromiso con Cristo.
Benedicto XVI: oración y sentido religioso
CIUDAD DEL VATICANO,
miércoles 11 de mayo de 2011 (ZENIT.org).-
A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los
peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el mundo, en la Audiencia
General que se ha celebrado esta mañana en la Plaza de San Pedro
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera continuar
reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del
hombre a lo largo de toda su historia.
Vivimos en una época en
la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya
desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una
realidad ante la cual se permanece indiferente. Vemos, sin embargo, al mismo
tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un
redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una
exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal,
material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, ha fracasado la
previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de
las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que
habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto
“el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su
autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas
Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el
hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la
Iglesia Católica afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la
nada a la existencia ... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su
semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el
deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan
testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). Podríamos decir
– como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran
civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no haya
sido religiosa.
El hombre es religioso
por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo
faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo – está
inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y
para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su ser y siente la
necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen
que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede
encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo
religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la
historia de la humanidad. Para este fin, el rico terreno de la experiencia
humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, en el tentativo de
responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a
la búsqueda de sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca
en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para segurar su
precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente
no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta
hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía. El Concilio
Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente.
Dice: “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los
enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven
íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de
nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para
conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de
la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve
nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1). El
hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad
fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente,
tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a
algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia
Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
El hombre lleva dentro
de si una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la
belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan
hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe,
de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de
Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como
la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia
Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se
reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento,
la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del
hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha
desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más
Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en
toda religión y cultura.
De hecho, queridos
hermanos y hermanas, como vimos el pasado miércoles, la oración no está
vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el
corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos
de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, del homo orans,
es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una
serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de
realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y
fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es
fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos
y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar
es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de
la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la
experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar,
un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas
las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación
frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura
necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento d ella
propia existencia y de la propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein
recordaba que “rezar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”.
En la dinámica de esta relación con quien da el sentido a la existencia, con
Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de
rodillas. Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho,
puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de
esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por
tanto, mi necesidad de Otro. A Él le confieso que soy débil, necesitado,
“pecador”. En la experiencia de la oración, la criatura humana expresa toda su
conciencia de sí misma, todo lo que consigue captar de su existencia y, a la
vez, se dirige, toda ella, al Ser frente al cual está, orienta su alma a aquel
Misterio del que espera el cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda
para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este
dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una
realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, sólo en el
Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La
oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una
relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios
vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la
oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios
fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una
respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la
oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de
Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete
el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación”
(nº2567).
Queridos hermanos y
hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha
revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad
de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de
nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para
hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de
Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a
los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de Guatapé,
Colombia, así como a los grupos provenientes de España, México, Panamá,
Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a que entrando en el
silencio de vuestro interior aprendáis a reconocer la voz que os llama y os
conduce a lo más íntimo de vuestro ser, para abriros a Dios, que es Amor
Infinito. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Me dirijo, finalmente, a
los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a
intensificar la práctica piadosa del Santo Rosario, especialmente en este mes
de mayo dedicado a la Madre de Dios. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a
valorar esta tradicional oración mariana, que ayuda a comprender mejor y a
asimilar los momentos centrales de la salvación realizada por Cristo. Os
exhorto a vosotros, queridos enfermos, a dirigiros con confianza a la Virgen
María mediante este pío ejercicio, confiándole a Ella todas vuestras
necesidades. Os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rezo
del Rosario en familia, un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada de
la Virgen María.
[Traducción del original italiano por
Carmen Álvarez
© Copyright 2011 - Libreria Editrice
Vaticana]
No hay comentarios:
Publicar un comentario