Hay pecadores que por más que oremos por ellos, parece
que su situación no anda en mejoría, la ira, la lujuria, la soberbia que es
madre de todos los vicios, obstaculizan la vida de gracia, se cierra a la luz
de Cristo,
«El impío,
después de haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso» (Pr. 18,3).
Oramos por nuestros enemigos, es posible que nuestras
oraciones no le digan nada, la rechazan con brusquedad y desprecio: “¡no quiero
que recen por mí!”. Pero nosotros hemos de mantenernos en la paz y en el amor a
Cristo, no responder a su violencia.
He conocido a personas, que en momentos parecía lleno de
bondad, de comprensión, de respeto y caridad, y en cuánto se me ocurre, hablar
de Dios, es como si estallara, temblores por su cuerpo, su rabia, comienza a
blasfemar.
Hay dos clases de ceguera en el hombre, la que se puede
curar y la que es irrecuperable por la conducta del soberbio:
Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido
a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos.»
Algunos fariseos que estaban con él
oyeron esto y le dijeron: «Es que también nosotros somos ciegos?» Jesús les
respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: Vemos”
vuestro pecado permanece.» (Jn 9, 39-40)
... al ciego curado
Jesús le revela ha venido al mundo para realizar un juicio, para separar a los
ciego curables de aquellos que no se dejan curar, porque presumen de sanos… (cfr. Jn 9,
1 y siguientes; Enseñanzas del Magisterio del Santo Padre Benedicto XVI.
Jesucristo,
Tomo 4, 2008, página 421. Edibesa)
De San Agustín:
«Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender sus propios pecados para fijarse en el de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás.» ( L. H. De los sermones de San Agustín, Domingo, Semana XIV. T. III,, p. 380. Ediciones Paulina. 1984).
«Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender sus propios pecados para fijarse en el de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás.» ( L. H. De los sermones de San Agustín, Domingo, Semana XIV. T. III,, p. 380. Ediciones Paulina. 1984).
ZS11052505 -
25-05-2011
Permalink: http://www.zenit.org/article-39383?l=spanish
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Benedicto XVI: la Noche del Yaboq
En la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 25 de mayo de 2011 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa pronunció hoy durante la
audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro con peregrinos procedentes
de todo el mundo.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del
Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del
Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en
nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el
vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo
Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con
engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano,
aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un
pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra
natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas
prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después
de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que
delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un
desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que
encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en
una singular experiencia de Dios.
La noche es momento favorable para actuar a
escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el
territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por
sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto,
para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse
una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se
encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en
soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada.
Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica
la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre” de
manera genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga,
indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro,
Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros,
permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único
dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha
terminado y ese “alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y
podrá decir que ha luchado contra Dios.
El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil
percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha
desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quién de
los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin
sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que
cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente
enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob
parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía
vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una
dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que
le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición:
“No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le había
quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un
desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin
poderlo reconocer verdaderamente.
El rival, que parece estar retenido y por tanto
vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta
su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí
la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una
especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica,
contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el
destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el
otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del
desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su
adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro.
Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta
vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al
reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En
adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con
los hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el
origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término
“talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo
del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi
presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre
de Jacob recuerda también al verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, en la lucha,
el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su
propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios,
transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se
convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad.
Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más
probable de Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.
Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el
mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo
contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su
vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un
gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le
había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una
bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por
Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni
engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre
sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca
puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios
cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puede atravesar el vado,
llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para siempre,
cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica da con
respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen
aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias
a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los
autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el
texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se
muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel
habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre
Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la
Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este
relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la
perseverancia” (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la
búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la
noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición
y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte
así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con
Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza,
cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y
enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que
aparece inalcanzable.
Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la
lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo
que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y
su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en
el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse
en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es
como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la
petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo
con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don
gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto
sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición
de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en
Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha
rezado, lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre
reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa
tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se
deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace
bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe
(cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que
nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo
cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo del
Movimiento Scout católico, acompañado por el Señor Obispo de Solsona, así como
a los demás grupos provenientes de España, México, Guatemala, Ecuador,
Venezuela, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Que el Señor
nos ayude a combatir el buen combate de la fe. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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