Frecuentemente, un alma que se dedica a cuestiones que no son de utilidad,
en el mundo, como si en ello le fuera la vida, esforzándose hasta el máximo,
por ejemplo, para alguna actividad deportiva, y otros muchos entretenimientos
no cristianos, que los hay, pero que no quieren dejarlo. Hace todo tipo de
sacrificios para no perderse un partido de futbol de su selección favorita.
Pero luego, cuando va a hacer alguna
oración no se siente capaz de prepararse debidamente, en un momento: “no tengo
tiempo para la oración”; “estoy muy cansado por el trabajo que he hecho hoy”. Y
si hace alguna oración comunitaria, como el Santo Rosario, es de un atropello
tremendo. He llegado a escuchar palabras del Padre Nuestro, Ave María,
totalmente ininteligible, que no se entendía para nada, pero se sabía, porque
era en apariencia era oraciones del Santo Rosario.
Si digo esto no es para criticarla ni juzgarla, sino para que nos miremos
nosotros mismos, y si estamos en condiciones como esta, o parecidas, es bueno
corregirnos.
Un alma que se entretiene en las
cosas del mundo, ya no está orando, las ocupaciones mundanas son elementos que
no pueden ayudarnos a la vida de santidad, por eso, hemos de procurar
desterrarlo con la ayuda de la gracia de Dios, y nuestra oración será serena,
pausada, sin prisas, muy espiritual.
"Sea
nuestra ocupación un continuo llanto y una continua oración: estas son las
armas celestiales con que perseveran y se defienden nuestras almas. Ayudémonos
unos a otros con oraciones, y consolémonos con recíproca caridad en nuestros
trabajos. Aquel que por la misericordia del Señor mereciere ir primero,
conserve siempre en la presencia de Dios su caridad, para con sus hermanos,
para implorar la clemencia divina a favor de los fieles que dejó en el mundo.
(S. Cipriano, carta 56 a Cornelio, sent. 7, Tric. T. 1, p. 296.)"
[Sentencias de los Santos Padres Tomo II, pág. 239, Apostolado Mariano.
Sevilla]
Me parece haber dicho en alguna
parte, pero insisto en ello, que la oración bien hecha, con devoción y
recogimiento, nos humaniza, nos ayuda a ser mejor cristiano, por tanto mejor
persona, y tratar a todos con respeto y caridad. El que no se dedica a la
oración en ese sentido de complacer a Dios, se embrutece, se cree así mismo que
tiene poder para hacer juicios contra los obispos.
Verdaderamente,
si no oramos como agrada a Dios Padre: En
espíritu y verdad, son los adoradores de Dios Padre…
«Pero llega la
hora (ya estamos en ella) en que los
adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere
el Padre que sean los que le adoren.» (Jn 4, 23)
Una oración a la medida del propio ser, que no es la
de Dios, no alcanza al cielo, Nuestra oración si es tibia, sin ánimo de
perfección, no nos ayuda a santificarnos.
Cuánto más pura sea la oración que ofrezcamos al
Señor, más fuerzas tendremos para aborrecer todo lo que el Señor aborrece.
La oración que no sale de sus imperfecciones, hace que
el corazón se incline a muchas cosas sin fe, que no es propio de vida de
santidad. También en esas imperfecciones, hay ciertas inclinaciones a pensar
según el mundo.
Es verdad que reconocemos las imperfecciones de
nuestra oración personal, pero el Señor que lo ve todo, si no ve que estamos
deseando mejorar, no conseguiremos su ayuda, hemos de hacer violencia sobre
nosotros mismos, para honrar a Dios, buscando también con perseverancia, la
ayuda de María Santísima, la Madre de Dios, suplicándola, pues somos indignos,
y no podemos hacer nada sin contar con Cristo.
Pues si no deseamos caer en la idolatría,
cuando nos acercamos al Señor, luego no podemos dejarnos llevar por las
apetencias de este mundo.
Esta división de “dos señores”, la
apostasía está por medio, muchos han renunciado a la Iglesia Católica, porque no
entregaron todo su corazón a Dios, una parte del corazón lo han inclinado hacia
las diversiones mundanas, a los pecados y a los vicios,
El Santo Padre Benedicto XVI, en la audiencia del pasado miércoles 15 de junio de 2011, en su magisterio
doctrinal:
ZS11061504 -15-06-2011
Permalink: http://www.zenit.org/article-39612?l=spanish
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Benedicto XVI: La oración de
Elías y el fuego de Dios
Audiencia
General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 15 de junio de 2011 (ZENIT.org).-Ofrecemos a continuación la catequesis
que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la audiencia general celebrada
en la Plaza de San Pedro.
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas,
en la historia religiosa del antiguo Israel, tuvieron
gran relevancia los profetas con sus enseñanzas y su predicación. Entre ellos
surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la
conversión. Su nombre significa “el Señor
es mi Dios” y de acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida,
consagrada totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como
único Dios. De Elías el Eclesiástico dice “Después
surgió como un fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha”(Eclo
48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su
ministerio, Elías reza: invoca al Señorpara
que devuelva a la vida al hijo de una viuda que le había hospedado (cfr 1Re
17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el
desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cfr 1Re 19,1-4), pero se sobre
todo en el monte Carmelo donde se muestra todo su poder de intercesor, cuando
ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón
del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los
Reyes, en el que hoy nos detendremos.
Nos encontramos en el reino del Norte, en
el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en el que
Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el
pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el
don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a
los campos y vida a los hombres y a las bestias. Aún pretendiendo seguir al
Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un
dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y
prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de
la idolatría, la continua tentación del creyente, figurándose poder “servir a dos señores” (cfr Mt 6,24; Lc
16,13), y de facilitar los caminos inescrutables de la fe en el Omnipotente
poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por hombres.
Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de
esta actitud, Elías hace reunir al pueblo de Israel en el monte Carmelo y le
pone ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios, seguidle;
si es Baal, seguidle a él”(1Re 18, 21). Y el profeta, portador del amor de
Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando
el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán
un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el
fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta
Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel,
Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer
nada, ni para bien ni para mal (cfr Jr 10,5). Y comienza también la
confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de
rezar.
Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan,
bailan, saltan, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones
en el cuerpo, “con espadas y lanzas, hasta estar cubiertos de sangre”(1Re
18,28). Hacen recurso a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus
propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad
engañosa del ídolo: éste está pensado por el hombre como algo de lo que se
puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede
acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del
ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación
liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para
acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el
círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y el engaño es tal
que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el
tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de
Baal llegan hasta hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto
dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su
dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.
Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él
pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica.
El objetivo del desafío dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver
a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por
eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de
su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar,
utilizando, como recita el texto, “doce piedras, conforme al número de los
hijos de Jacob, a quien el Señor había dirigido su palabra, diciéndole: Te
llamarás Israel” (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la
memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de
que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene una repercusión
decisiva; el altar es el lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero
esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación
del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en
"altar", lugar de ofrenda y de sacrificio.
Pero es necesario que el símbolo se convierta en
realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia
identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y
esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para
recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las
palabras de su invocación son densas en significado y en fe: “¡Señor, Dios de
Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy se sepa que tú eres Dios en Israel, que
yo soy tu servidor y que por orden tuya hice todas estas cosas. Respóndeme,
Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y
que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (vv. 36-37; cfr Gen 32, 36-37).
Elías se dirige al Señor llamándole Dios de los Padres, haciendo así memoria
implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que
unió indisolublemente al Señor y a su pueblo. La implicación de Dios en la
historia de los hombres es tal, que su Nombre está ya inseparablemente unido al
de los Patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios
recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por
su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por
Elías parece de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula
habitual, “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un apelativo menos
común: “Dios de Abraham, de Isaac y de Israel”. La sustitución del nombre
“Jacob” con “Israel”evoca la lucha de Jacob en el vado del Yaboq, con el cambio
de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cfr Gen 32,31) y
del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta sustitución adquiere un
significado más dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por
el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de
Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parece haber
olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, se
siente llamar por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del
Patriarca y Dios del pueblo: “Señor, Dios […] de Israel, que se sepa hoy que tú
eres Dios en Israel”.
El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su
propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste
y que Él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la
idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo
finalmente sepa, conozca en plenitud quien es verdaderamente su Dios, y haga la
elección decisiva de seguirle sólo a Él, el verdadero Dios. Porque sólo así
Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad
de ponerle junto a otros dioses, que Le negarían como absoluto,
relativizándole. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe
proclamada en el bien conocido texto del Shema‘ Israel: “ Escucha,
Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,4-5). Al
absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que
comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y es precisamente para el
corazón de su pueblo que el profeta con su oración está implorando conversión: “que
este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha
cambiado el corazón” (1Re 18,37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que
Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia
realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.
Y esto es lo que sucede: “cayó el fuego del Señor:
Abrasó el holocausto, la leña, las piedras y la tierra, y secó el agua de la
zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó
con el rostro en tierra y dijo: '¡El
Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!'” (vv. 38-39). El fuego este elemento a
la vez necesario y terrible, ligado a las manifestaciones divinas de la zarza
ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a
la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había
respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y
de forma irrevocable, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda
el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener
dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus
dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo vano, está vencido, y el
pueblo, que parecía perdido, ha encontrado el camino de la verdad y se ha
reencontrado a sí mismo.
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos
dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta
historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento;
adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías,
como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como
muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente
de ídolos, de idolatrías; le esclavizan. Segundo, el objetivo primario de la
oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos
hace capaces de ver a Dios, y así, de vivir según Dios y de vivir para el otro.
Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta
es profética, si –dicen – es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso
en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de
Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La
verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los
hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no
destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego
del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que
crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos
por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores
en espíritu y en verdad. Gracias.
[En español dijo]
·
Saludo cordialmente a los peregrinos de
lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina,
México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor que
nos haga capaces de ser auténticos mediadores ante nuestros hermanos, y así
indicar el camino de la fe del único Dios, que quiere revelarse a todos los
hombres para convertirlos y llevarlos a la salvación.
[Traducción del original italiano por Inma
Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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