domingo, 4 de septiembre de 2016

Domingo XXII del tiempo ordinario, Ciclo C. (Lc 14,25-33): «El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío»

Gloria y alabanza a la Santísima Trinidad, bendita y alabada sea por siempre la Bienaventurada Virgen María Madre de Dios.  


Mis hermanos y hermanas, llegamos al domingo, un día maravilloso, para disfrutarlo meditando la Sagrada Escritura, y orando, dando gracias al Señor, ya sea en soledad o en familia.


¿Quién puede vivir sin contar con Cristo? ¡Nadie!, sin embargo, para los que quieren alejar a Dios de su propia vida, ese tal, termina por hacerse esclavo del demonio, cuando Dios nos ofrece la verdadera libertad, renuncian, y esto es lo que hacen los inicuos, pero cuánto más se establezca leyes para hacer callar a la Santa Madre Iglesia Católica y a los cristianos, más se extiende por el mundo la corrupción en todos los sentidos.

Necesitamos a Cristo en cada momento de nuestra vida. Una vez por semana no es suficiente, sino en cada instante es necesario.

¿Cómo puedo llevarme bien con el prójimo si hago oídos sordos a Cristo, creyendo que “cumplo” una vez por semana? O en Navidad, Semana Santa, etc. El demonio no quiere darse ni un momento de descanso: ¿y nosotros sí? ¿Es que es importante vernos sometidos por el príncipe de las tinieblas?

Cuando vamos a encontrarnos con Cristo una vez por semana, bueno, no todos vamos una sola vez a la semana, pues hay personas que van cada día. Pues bien, los que van una vez por semana, ya que cumplen también con su trabajo, nadie debe olvidarse del Señor, pues también en el hogar, tras la jornada de trabajo, el tiempo que pierde ante la televisión, bien se puede ocupar en la oración, en la meditación de la Sagrada Biblia, interesarse plenamente por las lecturas del día, que no pudo atender en la Misa, porque estaba trabajando, y en casa poder buscar esos textos bíblicos. La oración del rosario con la familia, leer vidas de santo, su doctrina.
                                                 
Por obligación o por amor.

Debemos preguntarnos, ¿voy a misa porque es precepto, por obligación, o por amor?
Yo no comprendo cómo algunos dicen “ir a Misa por obligación”, “obligado a hacer esto”, ¿tanto molesta al alma hacer las cosas por obligación? Cuando el corazón del alma cristiana, está vacía de amor de Dios, se siente como obligada a hacer esto o aquello. Cuando el ver la televisión, ¿es por obligación? ¿Es menos importante la misa que atender eventos profanos y paganos?

Si no amamos al Señor, todo se nos obliga. Pero si le amamos, no vemos incomodidad que el Domingo como Día del Señor, es también encontrarse con el Amado y recibirle en la Sagrada Comunión. El amor a Dios nos purifica y nos santifica, cuando no hacemos las cosas por obligación.

¿No nos parece absurdo pensar que por obligación es necesario la salvación?, pero hay condiciones para seguir y obedecer a Cristo, y cuando lo hacemos, es desde el corazón, y salimos ganando.




Meditamos el Evangelio:
  Lc 14,25-33: «El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío»

23º domingo del Tiempo ordinario –
Ciclo C.

25 Iba con él mucha gente, y se volvió hacia ellos y les dijo:
26 —Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. 27 Y el que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo.
28 Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla? 29 No sea que, después de poner los cimientos y no poder acabar, todos los que lo vean empiecen a burlarse de él, 30 y digan: «Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar». 31 ¿O qué rey, que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? 32 Y si no, cuando todavía está lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. 33 Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.


Mucha gente sigue a Jesús (v. 25), pero el Señor les explica que seguirle verdaderamente es algo más que el mero sentirse atraído por su doctrina: «La doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas, para poder recibir el precio del espíritu de Dios en sí; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación» (S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo 1,5,2).
Las palabras del v. 26 pueden parecer duras: hay que entenderlas dentro del conjunto de las exigencias del Señor y del lenguaje bíblico que reproducen. En diversos textos del Antiguo Testamento, «amar y odiar» indican preferencia, y, sobre todo, elección. Así, por ejemplo, se dice que Jacob amaba a Raquel y aborrecía a Lía (Gn 29,28-30), o que el Señor amó a Jacob y odió a Esaú (Ml 1,2-3; Rm 9,13; cfr Lc 16,13), para significar que Raquel era la elegida por Jacob, o Jacob el elegido por Dios. Por eso, las palabras de Jesús deben entenderse como una preferencia y como una elección decisiva: ser discípulo de Jesús es tomar partido por Dios, sin componendas. En ese sentido, se ha entendido en la Tradición de la Iglesia: «Debemos tener caridad con todos, con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 37,3). En términos semejantes lo enseña la doctrina cristiana cuando dice que los cristianos «se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 4).
Las dos comparaciones posteriores, la del que comienza a edificar y la del rey que sale a guerrear (vv. 28-32), ilustran la decisión de dejar todo para seguir a Jesús, tal como se explica en el v. 33. Sin esa decisión manifestada en obras cotidianas, no tenemos pertrechos suficientes ni para acabar la obra, ni para pelear contra lo mundano, y el resultado será la burla (v. 29) o la derrota: «Si no podéis abandonar todas las cosas del mundo, al menos poseedlas de tal forma que no seáis retenidos en el mundo. Debéis poseer las cosas terrenas, no ser su posesión (...). Las cosas terrenas son para usarlas, las eternas para desearlas (...). Utilicemos las cosas terrenas, pero deseemos llegar a la posesión de las eternas» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 2,36,11). (Sagrada Biblia, Nuevo Testamento. Eunsa


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Mi comentario; cualquier persona atenta a Jesucristo sabe muy bien, que para seguirle, tenemos que ser dóciles a sus condiciones. Y sus condiciones no son pesados, porque es desde el amor. Si decimos que Dios nos acepta sin condiciones, es una señal, que no estamos atentos a la Voluntad de Dios, y estemos como estemos, tibios, mundanos, nos aceptará con nuestras propias condiciones, y estaríamos engañados y perderíamos la herencia eterna. No se debe difundir ese error: “Dios te acepta sin condiciones, te ama sin condiciones”, esto no procede de Dios sino del padre de la mentira.
Por lo tanto, seguir a Cristo no debe relacionarse con la medida del hombre viejo: “Señor, Jesús, quiero seguirte, pero primero déjame que haga esto o aquello, primero quiero entretenerme en estas cosas que ofrece el mundo, el deporte, las diversiones…” Estas excusas de personas que no son aptas para el Reino de los cielos, echa a perder la salvación de su alma.
A gran número de cristianos, estén o no estén consagrados, les cuesta renunciar a sus aficiones terrenales, ¿son acaso discípulos de Cristo? 33 Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.

(Lc 14,23). ¿Hemos comprendido?  que hemos de renunciar a todo lo que es contrario a Cristo como es el deporte, todas las cosas de este mundo que no proceden de la fe, hemos de renunciar. Para no quedar muertos por causa de nuestros apegos, inclinaciones a los entretenimientos y diversiones de este mundo que son cosas del Maligno.

Todo lo que no procede de Cristo es de Satanás.



Veamos ahora la enseñanza de la Conferencia Episcopal Española:


*Lc 14,25-33. Cristo instruyó claramente a sus oyentes sobre la llamada al discipulado. Debemos dedicarnos a Él sin compromiso y soportar cualquier prueba u oposición que pueda venir. El texto dice literalmente “odiar” al padre o a la madre (v.26). pero hay que tener en cuenta el verbo “odiar” en hebreo que aquí se traduce mejor como «posponer»; es necesario relegar a los padres ante que el amor primero de Cristo [#1618] (Biblia Didajé, Conferencia Episcopal Española)
Comprendemos que seguir a Cristo, amarle a Él, es el primer mandamiento, Amar a Dios sobre todas las cosas, más que a uno mismo, más que a la propia familia. La interpretación de la Sagrada Biblia para nosotros que somos cristianos, por ser católicos, es guiarnos del Magisterio de la Iglesia Católica, para que el demonio no nos engañe de ninguna manera.

Pero hay más, de otro libro « Comprender la Palabra »  :
26 —Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.
  • Prefiere, literalmente «odia» El arameo no tiene un verbo para expresar la idea de «preferir» y en su lugar emplea estos verbos fuertes. El tomarlo al pie de la letra estaría en contra de la doctrina de Jesús, que valora y defiende las virtudes familiares.
  • Actualización. En una sociedad cristiana, en la que es frecuente el cristianismo sociológico. La Iglesia debe esforzarse constantemente en que sus miembros descubran personalmente a Jesús y opten por Él como su primer valor. Esto les ayudará a no dejarse dominar por los criterios paganos de valor que le rodea. La liturgia lee el texto del domingo 23º del tiempo ordinario, ciclo C, junto con Sab 9,13-19 (la revelación ayuda al hombre a encontrar su verdadero ser) y Flm 9s.12-17 (a los ojos de la fe el esclavo es un hermano) (Antonio Rodríguez Carmona. Comprender la Palabra. Comentarios a la Sagrada Biblia, versión oficial de la Conferencia Episcopal Española; Evangelio de San Lucas, pág. 271. Biblioteca de Autores Cristianos. 2014)



Mi comentario:

Mi comentario: Comprendemos que el ser humano no puede odiar a sus padres, especialmente, porque somos hijos de Dios por el sacramento de la Santa Iglesia Católica. Fuera de Cristo no podemos considerar valores algunos, solo Cristo, sus enseñanzas, valores espirituales  que la Iglesia Católica como Madre y Maestra nos educa. Amar a nuestros padres, pero en su justo puesto, ya que ellos deben ser servidores de Dios.

No es precisamente poner cara rabiosa contra los padres, pues toda persona que odia, no puede seguir a Cristo con mansedumbre. A nuestros padres les debemos ternuras, aunque no puedan ser capaces de comprender nuestra vocación, y que ellos son propensos al enojo, a los enfados, nosotros debemos profundizar con humildad en la oración, y por la paz en el hogar familiar.
Un cristiano no está hecho para aborrecer sino para amar y hacer siempre el bien.



"Sine dominico non possumus!" Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir:  así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con la muerte. "Sine dominico non possumus".

En la palabra dominicum / dominico se encuentran entrelazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es él mismo, el Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo, no se trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto. Para aquellos cristianos la celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza.

Esa actitud de los cristianos de entonces, ¿tiene importancia también para nosotros, los cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros, que necesitamos una relación que nos sostenga y dé orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros necesitamos el contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Necesitamos este encuentro que nos reúne, que nos da un espacio de libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.

Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al Señor, que en él nos habla, nos asustamos. "Quien no renuncia a todas sus propiedades y no deja también todos sus lazos familiares, no puede ser mi discípulo". Quisiéramos objetar:  pero, ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene precisamente necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes?

Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el conjunto de todo lo que nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige a todos lo mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él. En el evangelio de hoy Jesús habla directamente de algo que no es tarea de las numerosas personas que se habían unido a Él durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce. Estos, ante todo, deben superar el escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su camino a lo largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera persona el martirio, para dar así testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado.

Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va acompañado por una gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante todo a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos llama a las personas a contar exclusivamente con Él, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición, para estar así a disposición de los otros; a crear oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a Él han dejado todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta pensar en personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de Asís, como Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, hasta la madre Teresa de Calcuta y el padre Pío. Estas personas, con toda su vida, han sido una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo conceda a muchas personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a disposición de todos.

Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva:  "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber  ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9, 24-25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí mismo, la perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras:  sólo quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere olvidarse de sí mismo.

Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. "Quien pierda su vida por mí...", dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar verdaderamente la vida.

Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy. También vale aquí aquello de que de nada sirve todo el saber del mundo si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.


"Sine dominico non possumus!". Sin el Señor y el día que le pertenece no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. Ciertamente, el tiempo libre, especialmente con la prisa del mundo moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos recrea. El tiempo libre necesita un centro:  el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de la siguiente manera:  "Da al alma su domingo, da al domingo su alma".

Precisamente porque, en su sentido profundo, en el domingo se trata del encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con Cristo resucitado, el rayo de este día abarca toda la realidad. Los primeros cristianos celebraban el primer día de la semana como día del Señor porque era el día de la Resurrección. Sin embargo, muy pronto la Iglesia tomó conciencia también del hecho de que el primer día de la semana es el día de la mañana de la creación, el día en que Dios dijo:  "Hágase la luz" (Gn 1, 3). Por eso, en la Iglesia el domingo es también la fiesta semanal de la creación, la fiesta de la acción de gracias y de la alegría por la creación de Dios.

En una época, en la que, a causa de nuestras intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, deberíamos acoger conscientemente también esta dimensión del domingo. Más tarde, para la Iglesia primitiva, el primer día asimiló progresivamente también la herencia del séptimo día, del sabbat. Participamos en el descanso de Dios, un descanso que abraza a todos los hombres. Así percibimos en este día algo de la libertad y de la igualdad de todas las criaturas de Dios.

En la oración de este domingo recordamos ante todo que Dios, mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos conceda la verdadera libertad y la vida eterna. Pedimos a Dios que nos mire con bondad. Nosotros mismos necesitamos esa mirada de bondad, no sólo el domingo, sino también en la vida de cada día. Al orar sabemos que esa mirada ya nos ha sido donada; más aún, sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión con Él mismo.

Ser hijo significa —lo sabía muy bien la Iglesia primitiva— ser una persona libre; no un esclavo, sino un miembro de la familia. Y significa ser heredero. Si pertenecemos al Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tenemos miedo y somos libres; entonces somos herederos. La herencia que él nos ha dejado es él mismo, su amor.

¡Sí, Señor, haz que este conocimiento penetre profundamente en nuestra alma, para que así aprendamos el gozo de los redimidos! Amén.



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En la siguiente homilía de Benedicto XVI, una vez más se nos recuerda la importancia de hablar con claridad, nunca de manera abstracta, confusas. Sino dejándose llevar por el Espíritu Santo. No siempre es así. Con frecuencia, muchos feligreses tienen que soportar homilías que no se entiende nada. Distintas son las homilías, que ya no habla palabras propias sino las que el mismo Espíritu Santo les sugiere, como bien enseñaba San Antonio de Padua.

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Queridos hermanos y hermanas



Ante todo, permitidme expresar la alegría de encontrarme entre vosotros en Carpineto Romano, siguiendo los pasos de mis amados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Y la circunstancia que me ha traído aquí también es feliz: el bicentenario del nacimiento del Papa León XIII, Vincenzo Gioacchino Pecci, acaecido el 2 de marzo de 1810 en esta hermosa localidad. Os agradezco a todos vuestra acogida. En particular, saludo con reconocimiento al obispo de Anagni-Alatri, monseñor Lorenzo Loppa, y al alcalde de Carpineto, que me han dado la bienvenida al inicio de la celebración, así como a las demás autoridades presentes. Dirijo un saludo especial a los jóvenes, en particular a los que han realizado la peregrinación diocesana. Mi visita, por desgracia, es muy breve y concentrada exclusivamente en esta celebración eucarística; pero aquí lo encontramos todo: la Palabra y el Pan de vida, que alimentan la fe, la esperanza y la caridad; y renovamos el vínculo de comunión que nos convierte en la única Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.

Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta circunstancia, recordando la figura del Papa León XIII y la herencia que nos ha dejado. El tema principal de las lecturas bíblicas es el primado de Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, tomado de san Lucas, Jesús mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus discípulos: amarlo a él más que a nadie y más que la vida misma; llevar la propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones. Jesús ve una gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser claro: seguirlo es arduo, no puede depender de entusiasmos ni de oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de preguntarse a conciencia: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente «el Señor»? ¿Ocupa el primer lugar, como el sol en torno al cual giran todos los planetas? Y la primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos sugiere indirectamente el motivo de este primado absoluto de Jesucristo: en él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero él mismo quiso revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta que en Cristo se manifestó plenamente a sí mismo y su voluntad. Aunque siga siendo siempre verdad que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18), ahora nosotros conocemos su «nombre», su «rostro», y también su voluntad, porque nos lo reveló Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha hombre. «Así —escribe el autor sagrado de la primera lectura— aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron» (Sb 9, 18).



Este punto fundamental de la Palabra de Dios hace pensar en dos aspectos de la vida y del ministerio de vuestro venerado conciudadano al que hoy conmemoramos, el Sumo Pontífice León XIII. En primer lugar, cabe señalar que fue hombre de gran fe y de profunda devoción. Esto sigue siendo siempre la base de todo, para cada cristiano, incluido el Papa. Sin la oración, es decir, sin la unión interior con Dios, no podemos hacer nada, como dice claramente Jesús a sus discípulos durante la última Cena (cf. Jn 15, 5). Las palabras y las obras del Papa Pecci transparentaban su íntima religiosidad; y esto encontró correspondencia también en su magisterio: entre sus numerosísimas encíclicas y cartas apostólicas, como el hilo en un collar, están las de carácter propiamente espiritual, dedicadas sobre todo al incremento de la devoción mariana, especialmente mediante el santo rosario. Se trata de una verdadera «catequesis», que marca de principio a fin los 25 años de su Pontificado. Pero encontramos también los documentos sobre Cristo redentor, sobre el Espíritu Santo, sobre la consagración al Sagrado Corazón, sobre la devoción a san José y sobre san Francisco de Asís. León XIII estuvo particularmente vinculado a la familia franciscana, y él mismo pertenecía a la Tercera Orden. Me complace considerar todos estos elementos distintos como facetas de una única realidad: el amor a Dios y a Cristo, al que no se debe anteponer absolutamente nada. Y esta primera y principal cualidad suya Vincenzo Gioacchino Pecci la asimiló aquí, en su pueblo natal, de sus padres, en su parroquia.



Pero hay también un segundo aspecto, que deriva asimismo del primado de Dios y de Cristo, y se encuentra en la acción pública de todo pastor de la Iglesia, en particular de todo Sumo Pontífice, con las características propias de la personalidad de cada uno. Diría que precisamente el concepto de «sabiduría cristiana», que ya encontramos en la primera lectura y en el Evangelio, nos ofrece la síntesis de este planteamiento según León XIII, y no es casualidad que sea también el inicio de una de sus encíclicas. Todo pastor está llamado a transmitir al pueblo de Dios no verdades abstractas, sino una «sabiduría», es decir, un mensaje que conjuga fe y vida, verdad y realidad concreta. El Papa León XIII, con la asistencia del Espíritu Santo, fue capaz de hacer esto en uno de los períodos históricos más difíciles para la Iglesia, permaneciendo fiel a la tradición y, al mismo tiempo, afrontando las grandes cuestiones abiertas. Y lo logró precisamente basándose en la «sabiduría cristiana», fundada en las Sagradas Escrituras, en el inmenso patrimonio teológico y espiritual de la Iglesia católica y también en la sólida y límpida filosofía de santo Tomás de Aquino, que él apreció en sumo grado y promovió en toda la Iglesia.


En este punto, tras haber considerado el fundamento, es decir, la fe y la vida espiritual y, por tanto, el marco general del mensaje de León XIII, puedo mencionar su magisterio social, que la encíclica Rerum novarum hizo famoso e imperecedero, pero rico en otras muchas intervenciones que constituyen un cuerpo orgánico, el primer núcleo de la doctrina social de la Iglesia. Tomemos el ejemplo de la carta a Filemón de san Pablo, que felizmente la liturgia nos hace leer precisamente hoy. Es el texto más breve de todo el epistolario paulino. Durante un período de encarcelamiento, el Apóstol transmitió la fe a Onésimo, un esclavo originario de Colosas que había huido de su amo Filemón, rico habitante de esa ciudad, convertido al cristianismo junto a sus familiares gracias a la predicación de san Pablo. Ahora el Apóstol escribe a Filemón invitándolo a acoger a Onésimo ya no como esclavo, sino como hermano en Cristo. La nueva fraternidad cristiana supera la separación entre esclavos y libres, y desencadena en la historia un principio de promoción de la persona que llevará a la abolición de la esclavitud, pero también a rebasar otras barreras que todavía existen. El Papa León XIII dedicó precisamente al tema de la esclavitud la encíclica Catholicae Ecclesiae, de 1890.



Esta particular experiencia de san Pablo con Onésimo puede dar pie a una amplia reflexión sobre el impulso de promoción humana aportado por el cristianismo en el camino de la civilización, y también sobre el método y el estilo de esa aportación, conforme a las imágenes evangélicas de la semilla y la levadura: en el interior de la realidad histórica los cristianos, actuando como ciudadanos, aisladamente o de manera asociada, constituyen una fuerza beneficiosa y pacífica de cambio profundo, favoreciendo el desarrollo de las potencialidades que existen dentro de la realidad. Esta es la forma de presencia y de acción en el mundo que propone la doctrina social de la Iglesia, que apunta siempre a la maduración de las conciencias como condición para transformaciones eficaces y duraderas.



Ahora debemos preguntarnos: ¿En qué contexto nació, hace dos siglos, el que se convertiría, 68 años después, en el Papa León XIII? Europa sufría entonces la gran tempestad napoleónica, seguida de la Revolución francesa. La Iglesia y numerosas expresiones de la cultura cristiana se ponían radicalmente en tela de juicio (piénsese, por ejemplo, en el hecho de no contar ya los años desde el nacimiento de Cristo, sino desde el inicio de la nueva era revolucionaria, o de quitar los nombres de los santos del calendario, de las calles, de los pueblos...). Evidentemente las poblaciones del campo no eran favorables a estos cambios, y seguían vinculadas a las tradiciones religiosas. La vida cotidiana era dura y difícil: las condiciones sanitarias y alimentarias eran muy apuradas. Mientras tanto, se iba desarrollando la industria y con ella el movimiento obrero, cada vez más organizado políticamente. Las reflexiones y las experiencias locales impulsaron y ayudaron al magisterio de la Iglesia, en su más alto nivel, a elaborar una interpretación global y con perspectiva de la nueva sociedad y de su bien común. Así, cuando, en 1878, fue elegido Papa, León XIII se sintió llamado a ponerla en práctica, a la luz de sus vastos conocimientos de alcance internacional, pero también de numerosas iniciativas realizadas «sobre el terreno» por parte de comunidades cristianas, y de hombres y mujeres de la Iglesia.



De hecho, desde finales del siglo XVIII hasta principios del xx, fueron decenas y decenas de santos y beatos quienes buscaron y experimentaron, con la creatividad de la caridad, múltiples caminos para poner en práctica el mensaje evangélico en las nuevas realidades sociales. Sin duda, estas iniciativas, con los sacrificios y las reflexiones de estos hombres y mujeres, prepararon el terreno de la Rerum novarum y de los demás documentos sociales del Papa Pecci. Ya desde que era nuncio apostólico en Bélgica había comprendido que la cuestión social se podía afrontar de manera positiva y eficaz con el diálogo y la mediación. En una época de duro anticlericalismo y de encendidas manifestaciones contra el Papa, León XIII supo guiar y sostener a los católicos en una participación constructiva, rica en contenidos, firme en los principios y con capacidad de apertura. Inmediatamente después de la Rerum novarum se verificó en Italia y en otros países una auténtica explosión de iniciativas: asociaciones, cajas rurales y artesanas, periódicos... un amplio «movimiento» cuyo luminoso animador fue el siervo de Dios Giuseppe Toniolo. Un Papa muy anciano, pero sabio y clarividente, pudo así introducir en el siglo XX a una Iglesia rejuvenecida, con la actitud correcta para afrontar los nuevos desafíos. Era un Papa todavía política y físicamente «prisionero» en el Vaticano, pero en realidad, con su magisterio, representaba a una Iglesia capaz de afrontar sin complejos las grandes cuestiones de la contemporaneidad.


Queridos amigos de Carpineto Romano, no tenemos tiempo para profundizar en estas cuestiones. La Eucaristía que estamos celebrando, el sacramento del amor, nos impulsa a lo esencial: la caridad, el amor a Cristo que renueva a los hombres y al mundo; esto es lo esencial, y lo vemos bien, casi lo percibimos en las expresiones de san Pablo en la carta a Filemón. En esta breve nota, de hecho, se percibe toda la dulzura y al mismo tiempo el poder revolucionario del Evangelio; se advierte el estilo discreto y a la vez irresistible de la caridad, que, como he escrito en mi encíclica social Caritas in veritate,«es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (n. 1). Con alegría y con afecto os dejo, por tanto, el mandamiento antiguo y siempre nuevo: amaos como Cristo nos ha amado, y con este amor sed sal y luz del mundo. Así seréis fieles a la herencia de vuestro gran y venerado conciudadano, el Papa León XIII. Y que así sea en toda la Iglesia. Amén.

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Meditemos también: Renunciar a todo para ser discípulo de Cristo... (Néstor Mora)


2 comentarios:

  1. Mi vida no tendría sentido sin contar con Cristo, sin intentar seguir su huella y su ejemplo. Espero que estés bien amigo José Luis, yo ya he vuelto de vacaciones. Un fuerte abrazo y buen fin de semana. @Pepe_Lasala

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    1. Muchas gracias Pepe, hoy he estado algo cansado, pero el Señor es siempre nuestra fortaleza, nuestra alegría.

      Dios te bendiga siempre y a los tuyos.

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