domingo, 21 de diciembre de 2014

IV Domingo de Adviento, «Anunciación y Encarnación del Hijo de Dios»

¡Bendito sea el Señor nuestro Dios!
 
¡Bendita sea la Llena de Gracia que nos trajo la Salvación del mundo!
 
Ya se ve por las calles, en estos días, las calles más alegres, por las luces, pero no es esa la verdadera alegría, sino la que recibimos de Dios que es bendito por los siglos de los siglos, en nuestra propia vida.
 
Es verdad que Dios nos promete la paz, y no es la paz según el mundo, que siempre habrá guerras, nunca se podrá evitar, Habrá guerras y disturbios hasta el final de los tiempos, porque de eso se encarga nuestro enemigo el diablo, de tentar a los corazones que no buscan a Dios y no se dedican a la oración y tienen todo su disfrute en este mundo. La paz verdadera es para las almas justas, los hijos e hijas de Dios.
 
Por lo que no debemos descuidar nuestro compromiso como hijos de Dios, creo que lo somos, y efectivamente, no somos hijos del mundo, y no seguimos tampoco las corrientes mundanas, que sería causa de nuestra perdición.
 
Mis buenos hermanos, ¡qué poquitos días faltan para ir corriendo a ver al Niño Dios que ya está con nosotros!
 
Pensemos en esto, cuántas veces el Señor nos ha llamado a conversión auténtica, y perseverar en la voluntad de Dios. ¿Lo he tomado en cuenta?
 
 
 
 




«Anunciación y Encarnación del Hijo de Dios»
(Lc 1, 26.38)

 

4º domingo de Adviento –
Ciclo B.

26 En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 27 a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.
28 Y entró donde ella estaba y le dijo:
—Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.
29 Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. 30 Y el ángel le dijo:
—No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: 31 concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 33 reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.
34 María le dijo al ángel:
—¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?
35 Respondió el ángel y le dijo:
—El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. 36 Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, 37 porque para Dios no hay nada imposible.
38 Dijo entonces María:
—He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Y el ángel se retiró de su presencia.

 


Dentro de lo asombrosa que resulta la acción de Dios entre los hombres, que quiere confiar la salvación a nuestra libre respuesta, entendemos que para ello elija a una persona tan singular. Al meditar la escena, cada uno podría hacer suya la oración de San Bernardo: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta. (...) También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; enseguida seremos librados si consientes, (...) porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. (...) Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Creador» (S. Bernardo, Laudes Mariae, Sermo 4,8-9).
El pasaje contiene asimismo una revelación sobre Jesús. En las primeras palabras (vv. 30-33), el ángel afirma que el Niño será el cumplimiento de las promesas. Las fórmulas son muy arcaicas. Frases como «el trono de David, su padre» (v. 32; cfr Is 9,6), «reinará sobre la casa de Jacob» (v. 33; cfr Nm 24,17) y «su Reino no tendrá fin» (v. 33, cfr 2 S 7,16; Dn 7,14; Mi 4,7), representan expresiones inmersas en el mundo de ideas y de vocabulario del Antiguo Testamento, conectadas con la promesa divina a Israel-Jacob, con los oráculos acerca del Me­sías descendiente de David y con los anuncios proféticos del Reinado de Dios. Para una persona instruida en la religión y la piedad israelita, el significado era inequívoco. Sin embargo, la descripción del Niño, como Santo e Hijo de Dios (v. 35), traspasa todo lo imaginable. Las consecuencias del asentimiento de María (v. 38) han de verse en el conjunto de la ­historia de la humanidad. «Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente (...) que “el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad fue desatado por la Virgen María mediante su fe”; y comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes”, afirmando aún con mayor frecuencia que “la muerte vino por Eva, la vida por María”» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 56).


Si todavía tienes un poco de tiempo, y en otro momento:

 

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