Doy gracias a Dios, porque en esta Domingo de la Misericordia, II Domingo de Pascua, se ha tenido muy presente la Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo. En otras parroquias podríamos oír que a veces se habla de misericordia, pero en la práctica, es un olvido, incluso un rechazo de la esta solemnidad.
Tenemos que dar gracias a Dios, porque este
don de Dios, que el Papa Francisco, sobre el jubileo de la Misericordia, todo
este año, y debemos alimentar nuestro espíritu haciendo que la misericordia de
Dios entre en nosotros, para que, a su vez, la pongamos en práctica con el
prójimo. Pero la misericordia no puede separarse de la Justicia de Dios. El
cristiano como hijo de la Iglesia Católica, comprenderá mucho mejor el sentido
de la misericordia de Dios, cuando también practique la justicia. La Justicia
según Dios no es nada malo, nos ayuda a ver las cosas más clara.
Esta misma mañana, tomé esta foto. Había otra imagen, como un poster, lo habían colocado, cerca del altar.
Quiere el Señor que cuando tengamos que decir
sí, que sea un sí sincero, y lo mismo cuando procede decir no, sin temor
alguno, ya que lo que hacemos es por la salvación del alma, y en primer lugar,
dando gloria y alabanza a Dios. No se puede amar al prójimo con la sola
misericordia, viendo a su prójimo en el error, no conviene comportarse con
falsas sonrisa. A ver si hacemos memoria, por ejemplo, como se comportaba el
Santo Padre Pío de Pietrelcina, conviene leer su biografía, o si han visto
alguna película sobre su vida. Los pecadores incorregibles no podían engañar al
Santo Padre, pues era severo con ello, no por desprecio, sino porque quería que
su corazón fuera puro, y el alma del pecador, se purificara con la conversión.
Sucede en nuestros días, que hay padres y
madres que consienten cualquier capricho a sus hijos, esto no significa que
esté obrando con misericordia, sino todo lo contrario. Que los padres alimenten
a sus hijos con todas las cosas, cuando van a la tienda, “cómprame esto”, el
padre dice que no puede hacerlo, que no lo hará. Esto lo oía yo recientemente
cuando estaba comprando en un hipermercado, que el pequeño al ver tantos
juguetes, ya quería uno. “Es que tu abuelo me ha dicho que no te compre nada”,
¡Anda que escudarse tras el abuelito, vaya, vaya! A los niños no se les debe
comprar nada, sino educarle en la fe, eso sí, se le compra lo que es necesario
para crecer bien sanos.
Hemos de tener presente, que cuando se habla
de misericordia, no siempre es atención al Amor de Dios, se habla del amor de
Dios pero sin amor, con demasiada frialdad e indiferencia. Asi no es posible
comprender el verdadero sentido de la misericordia. Es necesario que nos
dejemos preparar y guiar por el Espíritu Santo, no por nuestra propia cuenta
buscándonos a nosotros mismos, no debemos excluir a Cristo de nuestra vida. Si
el prójimo comete un error, hemos de hacerle comprender, como nos enseña el
Apóstol Pedro, con humildad de corazón, con ternura. Como San Pablo firmes en
la fe, con energía, no podemos endulzar lo que es veneno para el alma. El
relativismo no trata con la misericordia de Dios, pero habla de la
misericordia, para ser aceptado, no por la gloria de Dios, sino por la vanagloria.
Es imposible practicar la misericordia, si
dejamos que nuestro corazón se desvíe inclinándose hacia la mundanidad. Son
muchos los cristianos que se arriesgan a condenarse, por no poner en práctica
las enseñanzas de Cristo.
La octava de la Resurrección de Cristo, llega a su fin, pero nosotros debemos permanecer unidos a la Misericordia de Dios. Hemos de pensar como podríamos dejar este mundo, si viviendo ahora según los caprichos del hombre viejo, no lo recomiendo. O mejor que vivamos, insistiendo en ello, caminando tras las huellas de Jesucristo, caminamos con Jesucristo, pero debemos consentir que Él encuentre nuestro corazón en buena disposición.
La devoción a la Santísima Madre de Dios es
necesaria. La consagración, yo insistía que fuera semanal, pero una vez a la
semana, cuando podemos renovar nuestra consagración diariamente, es mucho
mejor, nos prevenimos contra el tentador, contra el mundo, contra el “propio
yo”.
Que importante para cada uno de nosotros, permanecer en la amistad con Cristo, no debemos alejarnos de Él, por causa de las cosas que nos puede ofrecer para que lo pasemos bien. ¿Pero de verdad hay alegría fuera de Cristo?, fuera de Cristo nos encontramos que el demonio puede dominarnos. Pero si estamos con Cristo, nada en este mundo, las cosas visibles nos pueden dominar, ni las invisibles, los poderes del infierno no podrán destruirnos, siempre que estemos con Cristo y fieles a la Iglesia Católica, podremos encaminarnos hacia el Padre Celestial. Es la devoción a la Madre de Dios que nos hace más fuertes contra los espíritus infernales.
El corazón misericordioso se acuerda de tantos
cristianos que padecen persecuciones por amor a Cristo. Hemos de insistir con
todas nuestras fuerzas en la oración, por el fin de las guerras.
Oremos intensamente por España, Europa, porque
no es únicamente la brutalidad demoniaca del estado islámico arremete, hay otro
enemigo más grave, el ateísmo. Si tú, hermano, hermana, que te dices que
perteneces a la Santa Madre Iglesia Católica, ¿Cómo es que se te encuentra
lejos de la oración? pues en los eventos deportivos no se busca la gloria de
Dios, y el alma se destruye, pierde la fe.
La obediencia a Cristo y la perseverancia en
el amor de Dios, nos convertimos en amigos de Dios, en amigos de Cristo Jesús.
Por el contrario, si aun cuando confesamos y comulgamos, disfrutamos de las
cosas mundanas, es claramente que es así como deja claro, por las obras, esa
enemistad con Dios.
Hemos de convencernos que no estamos en este mundo para enemistarnos con Dios, por eso, la meditación atenta de la Sagrada Escritura, pero también pasando mayor tiempo en oración, jaculatorias, para superar nuestras debilidades, cansancio. El Señor y María Santísima que es la Madre de Dios no nos abandona.
En el sacramento de la confesión, es cuando aceptamos la Misericordia de Dios, el verdadero arrepentimiento de nuestros pecado, suplicar al Señor día y noche que nos ayude a ser fieles a su Santísima Voluntad. No debemos poner nuestros oídos a las insidias del enemigo infernal, sus mentiras, de reincidir en los mismos o parecidos pecados. La oración nos ayuda a prevenirnos contra los poderes del infierno.
En el sacramento de la confesión, es cuando aceptamos la Misericordia de Dios, el verdadero arrepentimiento de nuestros pecado, suplicar al Señor día y noche que nos ayude a ser fieles a su Santísima Voluntad. No debemos poner nuestros oídos a las insidias del enemigo infernal, sus mentiras, de reincidir en los mismos o parecidos pecados. La oración nos ayuda a prevenirnos contra los poderes del infierno.
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo “in Albis”.
En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su
vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo.
Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria
la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger
diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había
encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de
la bondad de Dios.
El Santo Padre
Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la
Misericordia Divina: en la palabra “misericordia” encontraba sintetizado y nuevamente
interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo
dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la
violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al
mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma
intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su
poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la
misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del
todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad,
Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al
morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la
muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos
dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de
la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos
ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario,
debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.
Precisamente en estos días particularmente iluminados por la luz de la
misericordia divina se da una coincidencia significativa para mí: puedo
volver la mirada atrás para repasar mis 80 años de vida. Saludo a todos los que
han venido aquí para celebrar conmigo este aniversario. Saludo, ante todo, a
los señores cardenales, expresando en especial mi gratitud al decano del
Colegio cardenalicio, señor cardenal Ángelo Sodano, que se ha hecho intérprete
autorizado de los sentimientos comunes. Saludo a los arzobispos y obispos, en
particular a los auxiliares de la diócesis de Roma, de mi diócesis; saludo a
los prelados y a los demás miembros del clero, a los religiosos, a las
religiosas y a todos los fieles presentes. Dirijo, además, un saludo deferente
y agradecido a las personalidades políticas y a los miembros del Cuerpo
diplomático, que han querido honrarme con su presencia. Saludo, por último, con
afecto fraterno al enviado personal del Patriarca ecuménico Bartolomé I, su
eminencia Ioannis, metropolita de Pérgamo, expresando mi aprecio por este gesto
de amabilidad y deseando que el diálogo teológico católico-ortodoxo prosiga con
renovado empeño.
Estamos reunidos aquí para reflexionar sobre el transcurso de un largo
período de mi existencia. Obviamente, la liturgia no debe servir para hablar del
propio yo, de sí mismo; sin embargo, la
vida propia puede servir para anunciar la misericordia de Dios. “Vosotros,
los que teméis al Señor, venid a escuchar: os contaré lo que ha hecho
conmigo”, dice un salmo (Sal 66, 16). Siempre he considerado un gran don
de la Misericordia divina el hecho de que se me haya concedido la gracia de que
mi nacimiento y mi renacimiento tuvieran lugar —por decirlo así— juntos, en el
mismo día, al inicio de la Pascua. Así, en un mismo día, nací como miembro de
mi familia y de la gran familia de Dios.
Sí, doy gracias a Dios porque he podido experimentar lo que significa “familia”;
he podido experimentar lo que quiere decir paternidad, pues he podido comprender
desde dentro que Dios es Padre; sobre la base de la experiencia humana he
tenido acceso al grande y benévolo Padre que está en el cielo. Ante él tenemos
una responsabilidad, pero, al mismo tiempo, Él deposita su confianza en
nosotros, porque en su justicia se refleja siempre la misericordia y la bondad
con que acepta también nuestra debilidad y nos sostiene, de modo que poco a
poco podamos aprender a caminar con rectitud.
Doy gracias a Dios porque he podido experimentar en profundidad lo que
significa la bondad materna, siempre abierta a quien busca refugio y
precisamente así capaz de darme la libertad. Doy gracias a Dios por mi hermana
y mi hermano, que han estado fielmente cerca de mí con su ayuda a lo largo del
camino de la vida. Doy gracias a Dios por los compañeros que he encontrado en
mi camino, por los consejeros y los amigos que me ha dado. Le doy gracias de
modo particular porque, desde el primer día, he podido entrar y crecer en la
gran comunidad de los creyentes, en la que está abierto de par en par el confín
entre la vida y la muerte, entre el cielo y la tierra; le doy gracias por haber
podido aprender tantas cosas, aprovechando la sabiduría de esta comunidad, que
no sólo encierra las experiencias humanas desde los tiempos más remotos:
la sabiduría de esta comunidad no es solamente sabiduría humana, sino que en
ella nos alcanza la sabiduría misma de Dios, la Sabiduría eterna.
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores
de la Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que
Pedro, al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía
una fuerza de curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba
algo del poder de su bondad divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha
cubierto mi vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una
sombra de curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo
mismo. Pedro era un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero
sobre todo era un hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a
él. Mediante su fe y su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza
unificadora, ha llegado a los hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de
Pedro. Busquemos también hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de
Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de
Dios: este es el gran don de las múltiples misericordias de Dios, el
fundamento en el que nos apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida,
después me salió al encuentro un don nuevo y exigente: la llamada al
ministerio sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san Pablo de 1951, cuando
mis compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos encontramos en la catedral de
Freising postrados en el suelo se invocó a todos los santos en favor nuestro,
me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia ante esta tarea. Sí, era
un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros la protección de los
santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía que no estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la
liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”. He
experimentado profundamente que Él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también
un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras se
pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de
administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo, de
perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el
Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu,
el Espíritu Santo: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados...”. El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la
Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo.
La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que
perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta
continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos
infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de
corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del
encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le
concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana
de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: “¡Señor
mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a
la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus
heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por
amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro
tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su
misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y
qué seguridad nos dan sobre lo que es Él: “Señor mío y Dios mío”! Nosotros
debemos dejarnos herir por Él.
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el
corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la
fatiga diaria que, a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si
abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos
constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en
nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las
grandes. Al aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también
nueva ayuda a mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es
el número de los que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su
amor me ayudan a desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi
debilidad, reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de
Jesucristo. Por eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a
todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la oración que,
precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi
consagración episcopal: “Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe, incremente el amor y
aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su humilde siervo, idóneo
para su tarea y útil para vuestra edificación, y me conceda prestar un servicio
tal que, junto con el tiempo que se me conceda, crezca mi entrega. Amén”.
Queridos hermanos y
hermanas:
Os renuevo a todos mis mejores deseos de una feliz
Pascua, en el domingo que concluye la octava y se denomina tradicionalmente
domingo in
Albis, como dije ya en la homilía. Por voluntad de mi
venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, que murió precisamente
después de las primeras Vísperas de esta festividad, este domingo está dedicado también a la
Misericordia Divina. En esta solemnidad tan singular he celebrado, en esta
plaza, la santa misa acompañado por cardenales, obispos y sacerdotes, por
fieles de Roma y por numerosos peregrinos, que han querido reunirse en torno al
Papa en la víspera de sus 80 años. A todos les renuevo, desde lo más profundo
de mi corazón, mi gratitud más sincera, que extiendo a toda la Iglesia, la cual
me rodea con su afecto, como una verdadera familia, especialmente durante estos
días.
Este domingo —como decía— concluye la semana o, más precisamente,
la “octava” de Pascua, que
la liturgia considera como un único día: “Este es el día en que actuó el
Señor” (Sal 117, 24). No es un tiempo cronológico, sino espiritual, que
Dios abrió en el entramado de los días cuando resucitó a Cristo de entre los
muertos. El Espíritu Creador, al infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo
sepultado de Jesús de Nazaret, llevó a la perfección la obra de la creación,
dando origen a una “primicia”: primicia de una humanidad nueva que es, al
mismo tiempo, primicia de un nuevo mundo y de una nueva era.
Esta
renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús
resucitado pronunció como saludo y sobre todo como anuncio de su victoria a los
discípulos: “Paz a vosotros” (Lc 24, 36; Jn 20,
19. 21. 26). La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos (cf. Jn
14, 27) como bendición destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del “mundo”, como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que confían en él. “Jesús, confío en ti”: en estas palabras se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco nuevamente vuestra cercanía espiritual con ocasión de mi cumpleaños y del aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, os encomiendo a todos a María, Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación de la Misericordia divina. Con su ayuda, dejémonos renovar por el Espíritu, para cooperar en la obra de paz que Dios está realizando en el mundo y que no hace ruido, sino que actúa en los innumerables gestos de caridad de todos sus hijos.
* * *
Si la paz de Cristo llega a nuestro corazón, siempre estaremos en paz con todos los demás, porque hemos obedecido al Señor. Pero si no le obedecemos, se nos presentará un sin fin de temeridad contra el prójimo, inquietudes, murmuraciones, juicios temerarios. Hemos de amar la Verdad, para nosotros es necesario que la mansedumbre de Jesucristo, sea parte en nuestra vida, y su Santísima humildad, como también la de la Llena de Gracia, para que el demonio no nos someta a engaños...
Si estamos en Gracia, de Dios, si somos amigos de Cristo, dejaremos definitivamente de apetecer las malicias de nuestro hombre viejo.
Queridos hermanos y hermanas:
Os renuevo a todos mis mejores deseos de una
feliz Pascua, en el domingo que concluye la octava y se denomina
tradicionalmente domingo in Albis, como dije ya en la homilía. Por
voluntad de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, que murió
precisamente después de las primeras Vísperas de esta festividad, este domingo está
dedicado también a la Misericordia Divina. En esta solemnidad tan singular
he celebrado, en esta plaza, la santa misa acompañado por cardenales, obispos y
sacerdotes, por fieles de Roma y por numerosos peregrinos, que han querido
reunirse en torno al Papa en la víspera de sus 80 años. A todos les renuevo,
desde lo más profundo de mi corazón, mi gratitud más sincera, que extiendo a
toda la Iglesia, la cual me rodea con su afecto, como una verdadera familia,
especialmente durante estos días.
Este domingo —como decía— concluye la semana o,
más precisamente, la “octava” de Pascua, que la liturgia considera como un
único día: “Este es el día en que actuó el Señor” (Sal 117, 24).
No es un tiempo cronológico, sino espiritual, que Dios abrió en el entramado de
los días cuando resucitó a Cristo de entre los muertos. El Espíritu Creador, al
infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret,
llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una “primicia”:
primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un nuevo
mundo y de una nueva era.
Esta renovación del mundo se puede resumir en una
frase: la que Jesús resucitado pronunció como saludo y sobre todo como
anuncio de su victoria a los discípulos: “Paz a vosotros” (Lc 24,
36; Jn 20, 19. 21. 26). La paz es el don que Cristo ha dejado
a sus amigos (cf. Jn 14, 27) como bendición destinada a todos los
hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del “mundo”, como
equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su
misericordia. Es la paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que
comunica a los que confían en él. “Jesús, confío en ti”: en estas palabras
se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor
misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os
agradezco nuevamente vuestra cercanía espiritual con ocasión de mi cumpleaños y
del aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, os encomiendo a todos a
María, Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación de
la Misericordia divina. Con su ayuda, dejémonos renovar por el Espíritu, para
cooperar en la obra de paz que Dios está realizando en el mundo y que no hace
ruido, sino que actúa en los innumerables gestos de caridad de todos sus hijos.
Bien, hasta aquí las enseñanzas del Bienaventurado Benedicto XVI, pero todavía, hay otras muchas enseñanzas de nuestro querido Papa Emérito en honor de la Misericordia de Nuestro Dios y Señor Jesucristo.
Notemos que la paz que ayuda a mejorar la vida, es cuando colaboramos con el plan de Dios. El mundo dice que busca la paz, pero hace la guerra a Dios, no acepta nada de Dios, por tanto, de paz nada de nada. Solo en Cristo Jesús todos nosotros tenemos paz, en primer lugar con Dios, cuando renunciamos al pecado y a la vida mundana. Si un cristiano, como ya he comentado en distintas ocasiones, tienen inclinaciones a la mundanidad, es enemigo de Dios, aunque no lo quiera reconocer. Todos podremos comprender en qué consiste la amistad con Cristo, la Sagrada Biblia, la Iglesia Católica, la doctrina de los Santos y santas, nos ayudan a comprenderlo. Se nos está dando muchas facilidades para estar cada vez más unidos a Cristo Jesús.
No olvidemos que es bueno consagrarnos diariamente a los Sagrados Corazones de Jesucristo y de María Santísima.
Mis queridos hermanos y hermanas, oremos por el gran Papa Benedicto XVI, que es uno de los tesoros que Dios ha dejado a la Santa Madre Iglesia Católica, oremos también por el Papa Francisco, pues la alegría del jubileo de la Misericordia que también nos ha dejado, nos ayuda a que seamos más humilde, como Jesucristo.
Oremos unos por otros.
En la Misericordia está la Palabra de Dios, su enseñanza, lo que nos ha transmitido y debemos transmitir. Espero que estés bien José Luis. Un fuerte abrazo y buen fin de semana. @Pepe_Lasala
ResponderEliminarHola de nuevo amigo, espero que estés bien. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarDios te bendiga siempre, hermano Pepe,
EliminarPor lo que veo, desde abril no había vuelto a escribir aquí, ¡que horror de pereza la mía! y ahora que ya estamos con el clima veraniego, el calor será más fuerte.
También he pasado problemas con uno de mis ojos que, pinchazos, aunque no he ido al oculista. Esas molestia parece ser que se me ha pasado.
Ahora en el momento que publique este mensaje, me tengo que poner en camino para salir.
Dios nuestro Señor y Salvador Jesucristo te bendiga siempre y a tus seres queridos.
Qué alegría tener noticias tuyas y saber que estás bien. Me alegro también de que ese achaquillo ya haya pasado. No te dé pereza escribir amigo, pues transmites reflexiones muy bonitas que seguro a muchos nos vienen estupendamente. Te comento que ya me despido del mundillo bloguero por vacaciones de verano hasta Septiembre, y acabo de poner una entrada al respecto por si te apetece verla. Así que te mando un abrazo enorme. Cuídate mucho. @Pepe_Lasala
ResponderEliminarQuerido hermano Pepe, parece que en ésta época de primavera verano, no he hecho gran cosa, pero ahora noto que hay un aire fresco, por lo que me he animado en escribir.
EliminarTú comenzarás ya en septiembre, ya más descansado, pues que sigas disfrutando de estas merecidas vacaciones.
Yo he escrito una reflexión, como nuevo post.