sábado, 26 de marzo de 2016

Sábado Santo, Vigilia Pascual y reflexiones espirituales


Bendito sea el Señor nuestro Dios.
Es posible que lo que escriba pueda incomodar a más de uno, pero si lo que pretendemos es santificarnos, necesitamos liberarnos de las esclavitudes del mundo y del propio yo, para que sea Cristo quien viva en nosotros. Lejos de nosotros debemos servirnos de Cristo para nuestro egoísmo.

Edificante reflexión de Benedicto XVI, la cruz de Cristo nos libera de la muerte, nos abre a la Vida eterna. Hay quienes dicen, que Cristo fracasó, precisamente porque murió en la cruz, nunca lo entendí así, esa mentira: “El fracaso de Cristo al morir”, estas son mentiras que el demonio pone en la mente de quienes no han comprendido el misterio de la cruz. Desde la primera vez que leí el Evangelio, iba comprendiendo las victorias de Cristo desde que vino al mundo, pero también todo lo que padeció, porque eran mucho los que no querían volver su corazón a Dios, ellos, cuando el cristiano se deja dominar por la tibieza, a cada paso fracasa, por no abrir su corazón a Cristo Jesús.
“Cristo ha fracasado” escuchaba yo hace años en mi pueblo, y esto me indignaba, porque se estaba mintiendo a los feligreses. En las homilías no se deben mentir, no se debe proclamar falsedades de ninguna forma. Pero se hace en uno o en otro punto. Y la situación se agrava por momento, el espíritu modernista, de quienes sean… que se han protestantizado, que han perdido todo respeto por Cristo por complacer al mundo y al relativismo. Un sacerdote católico con espíritu protestante no llega a descubrir su mal, y muchos cristianos se protestantiza siguiendo esos ejemplos. Pero no todos los sacerdotes se han dejado dominar por el error, sino todo lo contrario, hay sacerdotes que son como otros Cristo, que le estamos viendo, pues saben expresarse conforme al Espíritu Santo, como lo hacía el Santo Cura de Ars, San Pio da Pietrelcina y otros, diciendo no, cuando hay que decir no, o sí, cuando se debe decir sí. Los cristianos protestantizados van de fracaso en fracaso.
Pero volvamos al Evangelio, si tenemos el corazón bien dispuesto, Jesucristo nos explica con claridad, es decir, cuando hemos vencido a nuestro hombre viejo, cuando hemos superado una vita embotada y vacía, comprendemos claramente las enseñanzas de Cristo, y no las torcemos para nuestra perdición. No queremos manipular la Palabra de Dios según nuestra medida, porque nos precipitaríamos a los más terribles tormentos del infierno por toda la eternidad. Perdido el sentido grave del pecado, se ofende mucho al Señor.

Las enseñanzas del gran Papa Benedicto XVI, que muchos reconocen con verdad, que está en la línea de los doctores de la Iglesia, además, en la actualidad es alma de verdadera y profunda oración. Debemos orar por él, siguen siendo de gran ayuda para todos los hijos e hijas de Dios, los pertenecientes por el Sacramento del Bautismo: hijos de la Iglesia Católica, hermanos y hermanas nuestros. Todos somos de Dios, únicamente en Cristo Jesús, en la perseverancia de la Voluntad de Dios.
Hay católicos que se rebelan contra Cristo, estos no están en comunión con la Iglesia Católica, no dan muestras de querer ser hermanos nuestros, y conforme a Cristo no lo son.
Muramos a nuestro yo, a nuestro hombre viejo, para comprender la belleza de una vida conforme a la que Cristo nos ha enseñado. Decir sí a Dios, es decir no a nuestros miserables caprichos. Los caprichos no son caminos de vida, sino de amargura y destrucción. La vida del mundo es camino de muerte eterna. Pero Cristo ha venido a salvarnos, debemos tener siempre presente a Cristo que nos ama.
Meditemos, insisto en ello, no perdamos detalles en esta enseñanza de Cristo, si somos de Cristo, ya no hacemos las cosas ocurrentes, “lo que nos dé la gana”, que sería buscar nuestra perdición. Si Cristo nos manda lo que tenemos que hacer, y lo sabemos cuándo leemos el Nuevo Testamento repetidas veces, siempre. Pertenecer a Cristo es haber triunfado sobre el hombre viejo, triunfo sobre la mundanidad; triunfo sobre la renuncia de los eventos paganos, deportes, bailes, disfraces, diversiones profanas, etc. Si queremos que Dios nos reconozca en la imagen de su Hijo Jesús, no podemos permitirnos una vida de soñadores, pues el demonio se aprovecha mucho de ellos. Nosotros necesitamos vivir la realidad, bien despiertos en la espera del Señor, que, con la cruz, podemos alcanzar la Vida eterna

San Pablo tuvo la experiencia personal con Cristo, pero amaba también a sus hermanos. Amor que lo había alcanzado en Cristo. Pues antes de conocer a Cristo, no veía con buenos ojos a los cristianos. Pero desde Cristo se le mostró. También a nosotros se nos muestra Cristo, si nos acordamos por el sacramento del Bautismo que hemos sido liberado de la muerte del pecado, de las tinieblas del mundo a la luz de Cristo. La influencia del mundo, debemos suplicar al Señor noche y día que nos libere de él, para que tengamos verdadera vida, y perseveremos en el amor de Dios.


Sábado Santo

El Año litúrgico predicado por Benedicto XVI
Ciclo C
páginas: 187-191


Queridos hermanos y hermanas:
Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy contigo; tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.
Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente un sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo, ¿qué le sucederá? “Si escalo el cielo, allá estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra…», ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138 [139],8-12).
En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por nosotros este viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos que Él había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo (cf. 4, 9s). Así se ha hecho realidad la visión del Salmo. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos”. Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.
Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. El fragmento de la Carta a los Romanos, que hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir —es decir, ser ejecutado— y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, ... si morimos,... somos del Señor” (14,7s).
Queridos catecúmenos que vais a ser bautizados, ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre. En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho el viaje cósmico hasta las profundidades de la muerte. Acompañados por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo. Él nos abraza y nos lleva, dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma.
Volvamos de nuevo a la noche del Sábado Santo. En el Credo decimos respecto al camino de Cristo: “Descendió a los infiernos”. ¿Qué ocurrió entonces? Ya que no conocemos el mundo de la muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la superación de la muerte a través de imágenes que siempre resultan poco apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia, ellas nos ayudan a entender algo del misterio. La liturgia aplica las palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor es más fuerte que la muerte. Los iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran como Cristo entra en el mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz. “La noche es clara como el día, las tinieblas son como luz” (cf. Sal 138 [139],12). Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus heridas, sus padecimientos se han convertido en fuerza, son amor que vence la muerte. Él encuentra a Adán y a todos los hombres que esperan en la noche de la muerte. A la vista de ellos parece como si se oyera la súplica de Jonás: “Desde el vientre del infierno pedí auxilio, y escuchó mi clamor” (Jon 2,3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una sola cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en el que realiza aquel acto extremo de amor descendiendo a la noche de la muerte, Él lleva a cabo el camino de la encarnación. A través de su muerte Él toma de la mano a Adán, a todos los hombres que esperan y los lleva a la luz.
Ahora, sin embargo, se puede preguntar: ¿Pero qué significa esta imagen? ¿Qué novedad ocurrió realmente allí por medio de Cristo? El alma del hombre, precisamente, es de por sí inmortal desde la creación, ¿qué novedad ha traído Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre está de modo singular en la memoria y en el amor de Dios, incluso después de su caída. Pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. No tenemos alas que podrían llevarnos hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si no el estar con Dios. Una eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: “Desde el vientre del infierno te pido auxilio...”. Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba, hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga verdaderamente la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. Nosotros vivimos agarrados a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo llegamos hasta el corazón de Dios. Y sólo así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es esperanza.
Éste es el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la resurrección de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal. El amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la que Él asciende. La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente así subimos también con Él. Pidamos, pues, en esta noche: Señor, demuestra también hoy que el amor es más fuerte que el odio. Que es más fuerte que la muerte. Baja también en las noches y a los infiernos de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al “sí” del amor, que nos hace bajar y precisamente así subir contigo! Amén.

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Querido hermano, querida hermana, esa es tu alegría, de pertenecer a Cristo, eres alma exclusiva de Cristo en cuánto en el Señor, también has vencido al mundo. En cuánto tú persevera a Cristo, las inclinaciones mundanas es acceder al pecado, es negar a Dios. Nosotros no estamos hechos para el infierno, sino para estar con el Señor en el tiempo presente y en la Vida eterna en su plenitud.

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