A mayor gloria y alabanza de la Santísima Trinidad;
Bendita por siempre la Santísima Madre de Dios, la Llena de Gracia.
Mis buenos hermanos y hermanas.
Cuando el sacerdote se reviste para la Santa Misa, sin omitir ninguna parte de los ornamentos litúrgicos, propios del tiempo, y lo hace por santa obediencia. Además, la Iglesia se ha pronunciado en esto, que el sacerdote debe revestirse. Pero todavía hay resistencia a la obediencia. No todos los sacerdotes obedecen al Espíritu Santo. Y esto no ayuda a la santidad de los fieles.
He observado el desinterés por las rúbricas, el desprecio que se le somete, como si la idea personal está por encima de las rúbricas, no todos se preparan para la celebración de la Santa Misa, no hay oraciones, según los momentos de la liturgia, por parte de algún sacerdote, y todo aprisa sin respeto. Qué triste vida es no progresar en la piedad, en la vida de santidad, y no tener remordimientos de conciencia cuando se ofende gravemente a Dios. Años atrás escuchaban como algún sacerdote llegaba a blasfemar, y recientemente he oído la misma blasfemia. Esto entristece a Jesucristo, lo escarnecen los malos cristianos. Dios nos ama, y no tenemos derecho a rebelarnos contra Él. Si vemos mal ejemplo por parte de alguna persona que se dice cristiana, hemos de romper con Él, pues debemos tener preferencia a Cristo, nuestra vida debe ser exclusiva para Cristo Jesús nuestro Señor.
Cada vez se hace notar más en nuestros ambientes, que cuando se habla de misericordia, no hay misericordia con la Sagrada Escritura, no hay misericordia con los intereses de Cristo, se escogen del Evangelio: --“esto sí, pero aquello no” --, cuando están relacionados en el mismo sentido hacia la santidad y conversión del corazón. ¡Qué tremendo que esta nueva especie de misericordia, no hay conocimiento de las enseñanzas de Cristo! Y la descristianización sigue adelante. Aunque han dado detalles del crecimiento de las personas que se convierte al catolicismo, pero uno no es católico “porque sí” por apariencia, hay algo más profundo, pero que no se comprende el verdadero sentido de la conversión del corazón. Que debe haber un cambio radical, dejar de ser del mundo. Un cristiano mundano no es un verdadero convertido, porque sigue arrastrando consigo las mismas cosas que el hombre viejo. No es lo mismo ser católico de nombre que de convencimiento por las enseñanzas de Jesucristo.
Otra observación, sobre nuestro camino de aprendizaje. Pues también es mencionado en esta meditación del bienaventurado Papa Emérito Benedicto XVI, que el cristiano tiene la posibilidad de aprender de Cristo. Los que no han comprendido el sentido de la fe cristiana, se aferran: “aprender de nuestros errores, o de los errores del prójimo”, ciertamente no buscan aprender de Cristo, y así les van las cosas, errores y más errores que no son capaces de encontrar, porque no han encontrado a Cristo que lo podrían ayudar. La expresión “aprender de los errores” no tiene origen bíblico, no procede del Espíritu Santo, sino de quienes, como he referido, los que tienen su corazón en la ponzoña del mundo.
A vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, que buscáis el conocimiento de Cristo, aprender de Él, que a todos nos ayuda a limpiarnos de nuestros errores y de nuestros pecados y vicios. Todos nosotros estamos tras las huellas de Nuestro Dios y Salvador Jesucristo, y es de Él, por lo que debemos aprender todo lo que el Señor quiere. Los que son del mundo, se consuelan en esos errores: "aprender de los errores", pero sabemos que nuestros errores no son nuestros educadores en el conocimiento de la verdad.
¿Hay pastores que se preparan mientras se revisten, hablando sin ton ni son, en vez de las oraciones que la Iglesia ha determinado para distintos momentos? Desgraciadamente sí los hay, incluso lo pasan divertido mientras se encaminan hacia lo que debe ser reverente al Señor. La posibilidad de corregirse está a disposición de todas las almas, sean sacerdotes o no lo seamos. Pues lo que pretendo al escribir esto, es que amemos de corazón al Señor nuestro Dios, que honremos al Altísimo, pues cuando esto se cumple, sabremos amar a nuestros prójimos en el mismo sentido del Corazón de Cristo Jesús. Le necesitamos todos.
Hoy como Jueves Santo, necesitamos tomar en serio lo que el Señor nos pide, si queremos salvarnos, no según nuestra mentalidad y condiciones, sino conforme a Cristo Jesús.
Pongamos atención, meditemos atentamente a estas enseñanzas de Benedicto XVI, si es preciso releerlo nuevamente, descubriendo cada detalle. Buscando como siempre, la gloria de Dios.
El Año
litúrgico predicado por Benedicto XVI
Ciclo C
Págs. 163-168
Biblioteca
de Autores Cristianos.
SANTA MISA CRISMAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
Queridos hermanos y
hermanas:
El escritor ruso León Tolstoi,
en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y
sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron capaces
de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para
realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus
ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es
lo que hacía Dios. “Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey—
debemos intercambiarnos nuestros vestidos”. Con cierto recelo, pero impulsado
por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y
entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de
ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: “Esto es lo que
hace Dios”.
En efecto, el Hijo de Dios,
Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: “Se
despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a
la muerte” (Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum
commercium, el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para
que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.
San Pablo, refiriéndose a lo
que acontece en el bautismo, usa explícitamente la imagen del vestido: “Todos los bautizados en Cristo os habéis
revestido de Cristo” (Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede
en el bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no
son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con él,
que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. “Ya no soy yo
quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí”: así describe san Pablo
en la carta a los Gálatas (Ga 2, 20) el acontecimiento de su
bautismo.
Cristo se ha puesto nuestros
vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el
cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas
nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha
dado sus “vestidos”. Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple
“hecho” del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en la carta
a los Efesios como un compromiso permanente: “Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre
viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la
justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con
verdad cada cual, con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis” (Ef 4,
22-26).
Esta teología del bautismo se
repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la ordenación sacerdotal. De la
misma manera que en el bautismo se produce un “intercambio de vestidos”, un
intercambio de destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así también
en el sacerdocio se da un intercambio: en la administración de los
sacramentos el sacerdote actúa y habla ya «in
persona Christi».
En los sagrados misterios el
sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino
que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace
visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que
expresamos con nuestro “Adsum” —”Presente”— durante la consagración
sacerdotal: estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel “que
murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí” (2 Co
5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su
entrega “por todos”: estando a su disposición podemos entregarnos de
verdad “por todos”.
In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace
visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los “vestidos nuevos”
al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere
poner de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él
deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se entregó a
nosotros.
Este acontecimiento, el «revestirnos de Cristo», se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el “sí” de nuestra misión, el “ya no soy yo” del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.
Este acontecimiento, el «revestirnos de Cristo», se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el “sí” de nuestra misión, el “ya no soy yo” del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar
vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los
presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí “en la persona de Otro”. Los
ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo,
son una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por
eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del
ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren
ilustrar precisamente lo que significa “revestirse de Cristo”, hablar y actuar in
persona Christi.
En otros tiempos, al revestirse
de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender
mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito.
En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero
sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de
los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la
santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las
expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia
lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los
ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios
y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su
orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del
corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros:
eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto
de celebrar. Si estoy con el Señor,
entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la
comunión con él.
Los textos “de la oración que
interpretan el alba y la estola van en la misma
dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver
a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para
actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos
de Él, de cuánta suciedad hay en nuestra
vida. Sólo Él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir
su mesa, de estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan
también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las vestiduras de
los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de
ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la
sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz
(cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me
decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la luz. La
respuesta es: la «sangre del Cordero» es el amor de Cristo crucificado.
Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e
ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas,
nos transforma a nosotros mismos en «luz en el Señor». Al revestirnos del alba deberíamos recordar: Él sufrió
también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados,
puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el
vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de modo nuevo, en la
ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial, del que
habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno
he encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San
Gregorio distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y
la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del
banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos
transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en la
liturgia y en la vida de la Iglesia.
En efecto, en san Mateo, y sólo
en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre
esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que luego es
arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta: «pero,
¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia
han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no
estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe
añadirse aún?».
El Papa responde: «El
vestido del amor». Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que había dado
el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra
algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. «¿En
qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si
no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos
puede embellecer?». En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad.
Las tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de
la ceguera interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a
celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto este vestido
del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que
nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista
con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos
a las tinieblas.
Por último, me referiré
brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote
reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos
impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús,
que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es «manso y humilde de
corazón» (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante
todo aprender de Él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él
debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se
manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta
ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más
importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es: «» Dios quería
darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo
todo según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De
este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros
experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando
nuestra debilidad según su sufrimiento» (Discurso 30; Disc. Teol. IV,
6).
A veces quisiéramos decir a
Jesús: «Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy pesado en
este mundo». Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en
sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos
de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y
cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia
pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar
como Él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.
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