Este capítulo: Cristo, Rey del Universo, es un poco extenso por algunas homilías de San Juan Pablo II y Benedicto XVI, debemos reflexionar sobre los intereses de Cristo y no apartarnos de la Voluntad de Dios.
¿Por qué cuando una persona se convierte a Cristo, comienza a seguirle, se le aumenta los problemas? Yo pienso, que es por envidia del Maligno. Cuando esa alma vivía alejada de Cristo, cargada de pecados, también tenía un trabajo, las cosas le marchaba bien, pero a partir del seguimiento, cuando ha oído la invitación a la conversión del corazón y a su seguimiento. Aparecen pruebas, hasta qué punto, el alma cristiana podrá soportar, persecuciones, incomprensiones, pierden amistades… Porque ha encontrado la perla preciosa de la vocación a la santidad. Todos estamos llamados a ser santos. Pero el demonio, siempre envidioso, incita a sembrar cizaña: calumnias, difamaciones, injurias, agresiones, graves acusaciones, que tras haberse estudiado el caso, no es culpable de tales acusaciones. Pero aquellos que se apartan de Cristo, hacen pacto con el pecado, entonces, el demonio ya no le persigue demasiado, porque aquella otra alma con su pecado, se precipita hacia su condenación.
El cristiano debe conformarse con tener todo su corazón, hacia un Rey, es decir, a Jesucristo, de esta manera, estamos trabajando por el Reino de los cielos, en la tierra estamos de paso, es un tiempo brevísimo.
¡Amor misericordioso,
te pedimos que no nos faltes!
¡Amor misericordioso,
sé infatigable!
¡Sé constantemente
más grande que todo el mal
que hay en el hombre y en el mundo!
¡Sé más grande que ese mal,
que ha crecido en nuestro siglo
y en nuestra generación!
¡Sé más potente
con la fuerza del Rey crucificado!
¿Por qué cuando una persona se convierte a Cristo, comienza a seguirle, se le aumenta los problemas? Yo pienso, que es por envidia del Maligno. Cuando esa alma vivía alejada de Cristo, cargada de pecados, también tenía un trabajo, las cosas le marchaba bien, pero a partir del seguimiento, cuando ha oído la invitación a la conversión del corazón y a su seguimiento. Aparecen pruebas, hasta qué punto, el alma cristiana podrá soportar, persecuciones, incomprensiones, pierden amistades… Porque ha encontrado la perla preciosa de la vocación a la santidad. Todos estamos llamados a ser santos. Pero el demonio, siempre envidioso, incita a sembrar cizaña: calumnias, difamaciones, injurias, agresiones, graves acusaciones, que tras haberse estudiado el caso, no es culpable de tales acusaciones. Pero aquellos que se apartan de Cristo, hacen pacto con el pecado, entonces, el demonio ya no le persigue demasiado, porque aquella otra alma con su pecado, se precipita hacia su condenación.
El mundano, tampoco es demasiado perseguido
por el mundo, porque es idólatra.
Cuando reconocemos la Majestad de
Cristo, ¡es Rey!, ¡verdadero Rey y Salvador!, ¡nadie en el mundo como Él, que
le amamos y adoramos, y caminamos tras sus huellas sin volver nuestros ojos a la corrupción del mundo!
Yo no entiendo a esos cristianos, que sabiendo que Cristo es Rey y Salvador, ponen una parte de su corazón a algún grupo o personaje de la política, que se pasan toda su vida mordiéndose unos a otros, ¿por qué estos cristianos se olvidan de Cristo?
Cristo, Rey del Universo
(Solemnidad)
El Juicio final
San Mateo 25, 31-46.
31 «Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria
y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en su Trono de Gloria,
32 y serán reunidas ante Él,
todas las gentes; y separará los unos de los otros, como el pastor separa las
ovejas de los cabritos, 33 y
pondrá a las ovejas a la derecha, los cabritos en cambio a la izquierda. 34
Entonces dirá el Rey a los que estén a su
derecha: «Venid, benditos de mi
Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del
mundo: 35 porque tuve
hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y
me acogisteis; 36 estaba
desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a
verme». 37 Entonces le responderán los justos: «»Señor, ¿cuándo
te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; 38
¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos? 39
o ¿Cuándo te vimos en la cárcel y vinimos a verte?” 40 Y el Rey, en
respuesta le dirá: «En verdad os digo que
cuánto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis».
41 Entonces dirá a los que estén a la izquierda: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles: 42 porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis
de beber; 43 era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no
me vestisteis» 44 Entonces le replicarán también ellos: “Señor,
¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la
cárcel y no te asistimos? 45 Entonces les responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de
hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. 46
Y estos irán al suplicio eterno; los
justos, en cambio, a la vida eterna.»
Las tres parábolas precedentes
(24,42-51; 25,1-13; 25,14-30) se siguen con el anuncio del juicio del Señor.
Jesús presenta con toda su grandiosidad este Juicio Final, que hará entrar a
todas las cosas en el orden de la justicia divina. La Tradición cristiana le da
el nombre de Juicio Final, para distinguirlo del juicio particular al que cada
uno deberá someterse inmediatamente después de la muerte: «Entonces, se pondrán
a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será
condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por
Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la
gracia y del amor divino» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678).
Todas las facetas enumeradas en los vv. 35-46 —dar de
comer, dar de beber, vestir, visitar— resultan ser obras de amor cristiano
cuando al hacerlas a estos «pequeños» (v. 40) se ve en ellos al mismo Cristo.
Es significativo el pasaje si lo comparamos con otro anterior donde el Señor
prometió que cualquiera que diera de beber sólo un vaso de agua fresca a uno de
«estos pequeños por ser discípulo» (10,42), no quedaría sin recompensa. Pero
ahora no se menciona el discípulo; al servir a cualquier hombre se sirve a
Cristo. De aquí la importancia de practicar las obras de misericordia
—corporales y espirituales— recomendadas por la Iglesia y también la entidad
que tiene el pecado de omisión: no hacer lo que se debe supone dejar a Cristo
mismo despojado de tales servicios. Las dimensiones del amor de Dios se miden
por las obras de servicio a los demás: «Acá solas estas dos que nos pide el
Señor; amor de Su Majestad y del prójimo; es en lo que hemos de trabajar.
Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad (...) La más cierta señal que
—a mi parecer— hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del
amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber (aunque hay
indicios grandes para entender que le amamos), más el amor del prójimo, sí. Y
estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis
en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en
pago del que tenemos a el prójimo, hará que crezca el que tenemos a Su Majestad
por mil maneras; en esto yo no puedo dudar» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas
5,3,7-8).
«Suplicio eterno» (v. 46). La
existencia de un castigo eterno para los condenados y de un premio eterno para
los elegidos es un dogma de fe definido solemnemente por el Magisterio de la
Iglesia en el año 1215: «Jesucristo (...) ha de venir al fin del mundo,
para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras tanto
a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus
propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras —buenas o
malas—: aquéllos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria
sempiterna» (Conc. de Letrán IV, De fide catholica, cap. 1).
* * *
La mayor alegría del verdadero cristiano, es reconocer que
tenemos a Cristo como único y verdadero Rey. En mi caso, no quiero otro rey
terrenal, más aún cuando está en enemistad con Dios, ni siquiera otros
gobernantes. Aunque hemos de orar por la conversión de todos ellos, tal como
nos enseña la Palabra de Dios.
Nuestro amor a Cristo
que lo debe ser todo, en cuánto lo que hay dentro de nuestro corazón quede
plenamente vacío de lo que no es Dios.
Cierto, con mucha alegría, nos preparamos día a día, la
espera del Señor, aún sin apegarnos a las tareas que tenemos en este mundo, por
ejemplo, como lo hacía San José y María Santísima, la Sagrada Familia de
Nazaret, que aun en el trabajo temporal, paso a paso, San José y María
Santísima tenían a Dios muy cerca, el Divino Niño Jesús.
CIC: 2046
Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino
de Dios, “Reino de justicia, de verdad y de paz” (MR, Prefacio de
Jesucristo Rey). Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al
Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.
·
Cristo, a quien el universo está sujeto, estaba
sujeto a los suyos (SAN AGUSTIN, Sermón 51).
·
Cuanto más cerca está de Dios el apóstol, se
siente más universal: se agranda el corazón para que quepan todos y todo en los
deseos de poner el universo a los pies de Jesús (J. ESCRIVA DE BALAGUER,
Camino, n. 764).
·
¿Quién es el que con una poderosa e invisible
mano, ha destruido de la sociedad de los hombres como a monstruos horribles
aquella tropa tanto tiempo ha nociva y perniciosa, aquella cohorte de demonios
que antes devoraban a todo el género humano, y por medio de los ídolos obraban
entre los hombres una multitud de prodigios? ¿Quién sino nuestro Salvador es el
que ha dado a los que abrazan la regla de esta vida pura y sincera, aquella
filosofía que recibieron de su espíritu? ¿Quién sino este Señor les ha dado el
poder para quitar de en medio de los hombres las reliquias de aquellos
espíritus malignos, con la invocación de su nombre y las oraciones más puras
que por Él se dirigen al Supremo Dios del universo? ¿Quién sino nuestro
Salvador ha enseñado a sus discípulos, sacrificios no sangrientos, en los que
una víctima racional es ofrecida a Dios con oraciones y con palabras divinas e
inefables? De suerte que ya en toda la tierra se erigen altares y lugares
consagrados a la concurrencia de los fieles, y en todas las naciones se ofrece
a Dios, Monarca del universo, un culto digno de su infinita santidad, que
consiste en sacrificios espirituales y en una víctima razonable. (Eusebio de
Cesarea, sent. 8, Tric. T. 2, p. 85.)"
·
"Las abejas tienen un solo rey; los ganados
un pastor. ¿Con cuánta mayor razón deberá tener el universo un solo Dueño que
todas las cosas hizo por su palabra, que las gobierna con su sabiduría y las
conserva con su poder? A este Señor nadie le puede ver ni tocar, porque es
superior a los sentidos; ninguno le puede comprender, porque excede
infinitamente al entendimiento, y nunca mejor le comprendemos, que cuando le
reconocemos incomprensible. ¿Qué templo se pudiera edificar para Aquel que
tiene por templo el universo? Es necesario, pues, fabricarle un templo en
nuestra alma, y consagrarle un altar en nuestro corazón: no preguntéis por su
nombre: su nombre es Dios. Se ponen nombres a las cosas, por razón de
distinguir unas de otras, y esto es preciso por su multitud: pero no habiendo
más que un Dios, no se necesita otro nombre para distinguirle. (S. Cipriano, I ib. de la falsedad de los ídolos, sent. 2S, Tric. T. I, p. 303.
* * *
Homilías de Juan Pablo II y Benedicto XVI en
varios idiomas sobre Jesucristo Rey del Universo
Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar
Vinuesa
(1/4) Juan Pablo II, homilía en San Pedro
26-11-1995 (it):
«”Damos gracias a Dios Padre”. Así
escribe san Pablo en el pasaje de la carta a los Colosenses, proclamado en la
liturgia de hoy. “Damos gracias a Dios
Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la
luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino
del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención: el perdón de
los pecados” (Col 1, 12-14).
Hoy la Iglesia da gracias al Padre por la realeza
de Cristo y por su reino, en el que el hombre experimenta los frutos de la
redención; reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de
amor y de paz (cf Prefacio).
En este último domingo del año litúrgico,
solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo (…), se nos invita a
cantar con el salmista: “¡Qué alegría
cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá
suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a
celebrar el nombre del Señor” (Sal 122, 1-4). Por tanto: ¡Vayamos
con alegría al encuentro del Señor!
La liturgia de esta solemnidad remite al Antiguo
Testamento. En la primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, se nos
presenta la figura del rey David, elegido para reinar en Israel después de
Saúl. El Señor le había dicho: “Tú apacentarás a mi pueblo Israel; tú serás el
caudillo de Israel” (2S 5, 2). Con ocasión de esta investidura particular se
reúnen los ancianos de Israel y todo el pueblo en torno a David, el cual,
delante del Señor en Hebrón, sella con ellos una alianza y es ungido como su
rey.
Este acontecimiento del Antiguo Testamento
también es importante para la celebración de hoy. Lo evocan las palabras
escuchadas por María de Nazaret en la Anunciación, cuando el mensajero
celestial predice a propósito del que sería concebido en su seno y que nacería
de ella: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la
casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33). Estas
últimas expresiones indican la diferencia que existe entre Cristo rey y el rey
David. Mientras el reino de David era temporal, pasajero, el reino de Cristo no
tiene fin, es eterno, puesto que tiene origen en la eternidad y a ella conduce.
Esto se explica de modo más amplio en la carta de
san Pablo a los Colosenses: “Él es imagen de Dios invisible, primogénito de
toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas; celestes
y terrestres, visibles e invisibles…; todo fue creado por él y para él. Él es
anterior a todo, y todo se mantiene en él” (Col 1, 15-17). Así pues, el reino
de Cristo es eterno. Él es rey por su divinidad. Es rey porque es consustancial
al Padre; es rey porque se hizo hombre y, como tal, conquistó el reino mediante
la cruz.
El pasaje del evangelio de san Lucas que acabamos
de escuchar nos conduce a esta verdad, haciéndonos testigos de la crucifixión
de Jesús. Su agonía en el Calvario va acompañada por la burla de los
representantes del Sanedrín, que se mofan de él diciendo: “A otros salvó; que
se salve a sí mismo, si Él es el Cristo de Dios, el elegido” (Lc 23, 35).
También se burlan de él los soldados, que secundan a los miembros del Sanedrín:
“Si tú eres el rey de los judíos, sálvate” (Lc 23, 37). Sus palabras se hacen
eco de las de uno de los dos malhechores crucificados con él: “¿No eres tú el
Cristo? Pues sálvate a ti y a nosotros” (Lc 23, 39).
Pero ante estos ultrajes y maldiciones se eleva
otra voz, la de uno de los crucificados con él, conocido por la tradición como
el buen ladrón. Recrimina a su compañero y se dirige a Jesús: “Acuérdate de mí
cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). Por una parte, este reino es objeto de
burla, mientras que por otra se convierte en el contenido de una profesión de
fe y de esperanza. Y es significativo que a esta confesión Cristo responda: “En
verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).
Por tanto, Cristo crucificado tiene plena
conciencia de abrir las puertas de este reino no solo al buen ladrón, sino a
todos los hombres. Se trata del reino que es conquistado al precio del
sacrificio de la cruz. Siendo eternamente rey, se convierte al mismo tiempo,
por su condición de “primogénito de toda la creación”, en rey, de manera
particular, al precio del sacrificio ofrecido en la cruz.
Esto nos permite, pues, comprender las otras
expresiones de la carta a los Colosenses: “Porque en él quiso Dios que residiera
toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del
cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,
19-20). Cristo es rey, en primer lugar, porque es el Hijo consustancial al
Padre; en segundo lugar, como hombre es rey por la cruz, en la que ha rescatado
a toda la humanidad; por último, su poder real fue confirmado por su
resurrección de entre los muertos.
Dios reveló su reino mediante la victoria sobre
la muerte: “Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el
principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo”
(Col 1, 18). Hoy damos gracias al Padre, porque nos ha hecho entrar en el reino
de su Hijo amado.
¡Vayamos con alegría al encuentro del Señor! (…).
María, la Toda Santa, intercede por nosotros ante
su Hijo único, para que guíe el corazón de cada uno en la realización de lo que
es bueno y justo, de modo que agrademos siempre a Dios. Amén».
(2/4) Benedicto XVI, Homilía en San Pedro
21-11-2010 (ge
sp
fr
en
it
po):
«Esta importante festividad se sitúa en el último domingo del año litúrgico y
nos presenta, al término del itinerario de la fe, el rostro regio de Cristo
(…). Jesús
es verdaderamente el Rey; lo es precisamente porque permaneció en la cruz, y de
ese modo dio la vida por los pecadores.
En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que
baje de la cruz. Lo escarnecen, pero es también un modo de disculparse, como si
dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es solo culpa tuya,
porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no
estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por tanto,
si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros tenemos
razón.
El drama que tiene lugar al pie de la cruz de
Jesús (…) atañe a todos los hombres frente a Dios, que se revela por lo
que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada,
despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Solo la fe sabe
reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también esta última tesela
del mosaico de la vida de su Hijo; ella aún no ve todo, pero sigue confiando en
Dios, repitiendo una vez más con el mismo abandono: “He aquí la esclava del
Señor” (Lc 1, 38).
Y luego está la fe del buen ladrón, una fe apenas
esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación: “Hoy estarás conmigo en
el paraíso”. Es decisivo el “conmigo”. Sí, esto es lo que lo salva.
Ciertamente, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en
la cruz con Jesús. Y, a diferencia del otro malhechor y de todos los demás, que
lo escarnecen, no pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en
cambio: “Acuérdate de mí cuando entres en tu reino”. Lo ve en la cruz
desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es
más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla encima
de la cabeza de Jesús: “El rey de los judíos”: lo cree, y se encomienda. Por
esto ya está en seguida en el hoy de Dios, en el paraíso, porque el
paraíso es estar con Jesús, estar con Dios (…).
La Palabra de Dios (…) nos llama a estar con
Jesús, como María, y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí
con él (…). Sabemos por los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la
fe de Simón Pedro y de los demás Apóstoles (…). No podían tolerar la idea de un
Mesías crucificado. La “conversión” de Pedro se realiza plenamente cuando
renuncia a querer “salvar” a Jesús y acepta ser salvado por él. Renuncia a
querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su cruz (…).
He aquí nuestro gozo: participar, en la Iglesia,
en la plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz, “participar en la
herencia de los santos en la luz”, haber sido “trasladados” al reino del Hijo
de Dios (cf Col 1, 12-13). Por esto vivimos en perenne acción de gracias, e
incluso en medio de las pruebas no perdemos la alegría y la paz que Cristo nos
ha dejado como prenda de su reino que ya está en medio de nosotros, que
esperamos con fe y esperanza, y ya comenzamos a saborear en la caridad. Amén».
(3/4) Juan Pablo II, Ángelus 20-11-1983 (sp
it):
«El reino escatológico de Cristo y de Dios (cf Col 1, 13) llegará a su
cumplimiento cuando el Señor sea todo en
todos, después de haber aniquilado el dominio de Satanás, del pecado y de la
muerte.
Sin embargo, el reino de Dios ya está presente
“en misterio” dentro de la historia, y actúa en los que lo reciben. Está
presente en la realidad de la Iglesia, que es sacramento de salvación y, a la
vez, misterio cuyos confines solo conoce la misericordia del Padre que quiere
salvar a todos ["La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la
oración: dondequiera que haya un hombre que ora" (Audiencia general 14-3-1979].
La santidad de la Iglesia de aquí abajo es prefiguración de la futura plenitud
del reino.
Las espléndidas expresiones de la Carta a los
Colosenses, a propósito de este reino (Col 1, 13), se refieren a todos los
cristianos, pero en particular a María, preservada totalmente de la opresión
del mal: “Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al
reino del Hijo de su amor”. Con Cristo el reino de Dios ha irrumpido en la
historia, y todos los que lo han acogido se han hecho partícipes de él: “A
cuantos lo recibieron, les da el poder para ser hijos de Dios, si creen en su
nombre” (Jn 1, 12).
María, Madre de Cristo y discípula fiel de la
Palabra, entró en plenitud en el reino. Toda su existencia de criatura amada
por el Señor (kejaritoméne) y animada por el Espíritu, es testimonio
concreto y preludio de las realidades escatológicas».
(4/4) Benedicto XVI, Homilía 25-11-2007:
«Imponente fresco con tres grandes escenas: la crucifixión, la unción real de
David y el himno cristológico de san Pablo»
SANTA
MISA EN EL SANTUARIO DEL AMOR MISERICORDIOSO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Collevalenza,
Perusa
Domingo 22 de noviembre de 1981
Domingo 22 de noviembre de 1981
1. "Venid vosotros, benditos de mi Padre;
heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo"
(Mt 25, 43), Hemos escuchado estas palabras hace poco, en el Evangelio de
la solemnidad de hoy. El Hijo del hombre pronunciará estas palabras cuando,
como rey, se encuentre ante todos los pueblos de la tierra, al fin del mundo.
Entonces, cuando "El separará a unos de otros, como un pastor separa las
ovejas de las cabras" (Mi 25, 32), a todos los que se hallen a su
derecha, les dirá las palabras: heredad el reino".
Este reino es el don definitivo del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Es el don madurado "desde la creación del
mundo" (Mt 25, 34), en el curso de toda la historia de la
salvación. Es don del amor misericordioso.
Por esto, hoy, fiesta de Cristo Rey del universo
y último domingo del año litúrgico, he deseado venir al santuario del Amor
Misericordioso. La liturgia de este domingo nos hace conscientes, de modo
particular, que en el reino revelado por Cristo crucificado y resucitado se
debe cumplir definitivamente la historia del hombre y del mundo: "Cristo
ha resucitado, primicia de todos los que han muerto" (1 Cor 15,
20).
2. El reino de Cristo, que es don del amor
eterno, del amor misericordioso, ha sido preparado "desde la creación del
mundo".
Sin embargo, "por un hombre vino la
muerte" (1 Cor 15, 21) y "por Adán murieron todos" (1
Cor 15, 22).
A la esencia del reino, nacido del amor eterno,
pertenece la Vida y no la muerte.
La muerte entró en la historia del hombre
juntamente con el pecado.
A la esencia, del reino, nacido del amor eterno,
pertenece la gracia, no el pecado.
El pecado y la muerte son enemigos del reino
porque en ellos se sintetiza, en cierto sentido, la suma del mal que hay en el
mundo, el mal que ha penetrado en el corazón del hombre y en su historia.
El amor misericordioso tiende a la plenitud del
bien. El reino "preparado desde la creación del mundo" es reino de la
verdad y de la gracia, del bien y de la vida. Tendiendo a la plenitud del bien,
el amor misericordioso entra en el mundo signado con la marca de la muerte
y de la destrucción. El amor misericordioso penetra en el corazón del
hombre., oprimido por el pecado la concupiscencia, que es "del
mundo". El amor misericordioso establece un encuentro con el mal; afronta
el pecado y la muerte. Y en esto precisamente se manifiesta y se vuelve a
confirmar el hecho de que este amor es más grande que todo mal.
Sin embargo, San Pablo nos hace caer en la cuenta
de lo largo que es el camino que este amor debe recorrer, el camino que lleva
al cumplimiento del reino "preparado desde la creación del mundo".
Escribiendo sobre Cristo Rey, se expresa así: "Cristo tiene que reinar
hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo
aniquilado será la muerte" (1 Cor 15, 25 s.).
La muerte ya fue aniquilada por primera vez en la
resurrección de Cristo, que en esta victoria se ha manifestado Señor y Rey.
Sin embargo, en el mundo continúa dominando la
muerte: "por Adán murieron todos", porque sobre el corazón del
hombre y sobre su historia pesa el pecado. Parece pesar de modo especial sobre
nuestra época.
¡Qué grande es la potencia del amor
misericordioso que esperamos hasta que Cristo haya puesto a todos los
enemigos bajo sus pies, venciendo hasta el fondo el pecado y aniquilando, como
último enemigo, a la muerte!
El reino de Cristo es una tensión hacia la
victoria definitiva del amor misericordioso, hacia la plenitud escatológica
del bien y de la gracia, de la salvación y de la vida.
Esta plenitud tiene su comienzo visible sobre la
tierra en la cruz y en la resurrección. Cristo, crucificado y resucitado, es
revelación auténtica del amor misericordioso en profundidad. El es rey de nuestros
corazones.
3. "Cristo tiene que reinar" en su cruz
y resurrección, tiene que reinar hasta que "devuelva a Dios Padre su
reino..." (1 Cor 15, 24). Efectivamente, cuando haya
"aniquilado todo principado, poder y fuerza" que tienen al corazón
humano en la esclavitud del pecado, y al mundo sometido a la muerte; cuando
"todo le esté sometido", entonces también el Hijo hará acto de
sumisión a Aquel que le ha sometido todo, "y así Dios lo será todo para
todos" (1 Cor 15, 28).
He aquí la definición del reino preparado
"desde la creación del mundo".
He aquí el cumplimiento definitivo del amor
misericordioso: ¡Dios todo en todos!
Cuantos en el mundo repiten cada día las palabras
"venga a nosotros tu reino", rezan en definitiva "para que Dios
sea todo en todos". Sin embargo, "por un hombre vino la muerte"
(1 Cor 15, 21), la muerte, cuya dimensión interna en el espíritu humano es
el pecado.
El hombre, pues, permaneciendo en esta dimensión
de muerte y de pecado, el hombre tentado desde el comienzo con las palabras:
"seréis como Dios" (cf. Gén 3, 5), mientras reza "venga
tu reino", por desgracia, se opone a su venida, incluso la rechaza. Parece
decir: si en definitiva Dios será "todo en todos", ¿qué quedará
para mi, hombre? ¿Acaso este reino escatológico no absorberá al hombre, no
lo aniquilará?
Si Dios es todo, el hombre es nada; no existe.
Así proclaman los autores de las ideologías y programas que exhortan al hombre
a volver las espaldas a Dios, a oponerse a su reino con absoluta firmeza
y determinación, porque sólo así puede construir el propio reino; esto es, el
reino del hombre en el mundo, el reino indivisible del hombre.
4. Así creen, así proclaman, y por esto
luchan. Al comprometerse en esta batalla, parecen no advertir que el hombre no
puede reinar mientras en él continúe dominando el pecado; que no es
verdaderamente rey cuando la muerte domina sobre él... ¿Qué tipo de reino puede
ser éste, si no libera al hombre de ese "principado, potestad y
fuerza", que arrastran al mal su conciencia y su corazón, y hacen
brotar de las obras del genio humano horribles amenazas de destrucción?
Esta es la verdad sobre el mundo en que vivimos.
La verdad sobre el mundo, en el cual el hombre, con toda su firmeza y
determinación, rechaza el Reino de Dios, para hacer de este mundo el propio
reino indivisible. Y, al mismo tiempo, sabemos que en el mundo está ya el
reino de Dios. Está de modo irreversible. Está en el mundo: ¡está en
nosotros!
¡Oh!, ¡de cuánta potencia de amor tiene necesidad
el hombre y el mundo de hoy! ¡De cuánta potencia del amor misericordioso! Para
que ese reino, que ya está en el mundo, pueda reducir a la nada el reino del
"principado, poder y fuerza", que inducen el corazón del hombre al
pecado, y extienden sobre el mundo la horrible amenaza de la destrucción.
¡Oh!, ¡cuánta potencia del amor misericordioso se
debe manifestar en la cruz y en la resurrección de Cristo!
« Cristo tiene que reinar...
».
5. Cristo reina por el hecho de que lleva al
Padre a todos y a todo, reina para entregar "el reino a Dios Padre" (1
Cor 15, 24), para someterse a sí mismo a Aquel que le ha sometido todas las
cosas (1 Cor 15, 28).
El reina como Pastor, como el Buen Pastor.
Pastor es aquel que ama a las ovejas y tiene
cuidado de ellas, las protege de la dispersión, las reúne "de todos los
lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad"
(Ez 34, 12).
La liturgia de hoy contiene un emocionante
diálogo del Pastor con el rebaño.
Dice el Pastor: "Yo mismo apacentaré mis
ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a
las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y
fuertes las guardaré y las apacentaré debidamente" (Ez 34, 15-16).
Dice el rebaño: "El Señor es mi pastor, nada
me falta: en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes
tranquilas, y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de
su nombre... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi
vida, y habitaré en la casa del Señor, por años sin término" (Sal
22 [23], 1-3. 6).
Este es el diálogo cotidiano de la Iglesia: el
diálogo que tiene lugar entre el Pastor y el rebaño y en este diálogo madura
el reino "preparado desde la creación del mundo" (Mt 25,
24).
Cristo Rey, como Buen Pastor, prepara de diversos
modos a su rebaño, esto es, a todos aquellos a quienes El debe entregar al
Padre "para que Dios sea todo para todos" (1 Cor 15, 28).
6. ¡Cuánto desea El decir un día a todos:
"Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino" (Mt 25,
34)!
¡Cómo desea encontrar, al culminar la historia
del mundo, a aquellos a los que podrá decir: "...tuve hambre y me disteis
de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis,
estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y
vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36)!
¡Cómo desea reconocer a sus ovejas por las
obras de caridad, incluso por una sola de ellas, incluso por el vaso de
agua dado en su nombre (cf. Mc 9, 41)!
¡Cómo desea reunir a sus ovejas en un solo redil
definitivo, para colocarlas "a su derecha" y decir: "heredad...
el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo"!
Y, sin embargo, en la misma parábola, Cristo
habla de las cabras que se hallarán "a la izquierda". Son los que han
rechazado el reino. Han rechazado no sólo a Dios, considerando y proclamando
que su reino aniquila el indiviso reino del hombre en el mundo, sino que han
rechazado también al hombre: no le han hospedado, no le han visitado, no le
han dado de comer ni de beber.
Efectivamente, el reino de Cristo se confirma, en
las palabras del último juicio, como reino del amor hacia el hombre. La
última base de la condenación será precisamente esa motivación: "cada vez
que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis
conmigo" (Mt 25, 45).
Este es, pues, el reino del amor al hombre, del
amor en la verdad; y, por esto, es el reino del amor misericordioso. Este reino
es el don "preparado desde la creación del mundo", don del
amor. Y también fruto del amor, que en el curso de la historia del hombre y del
mundo se abre constantemente camino a través de las barreras de la
indiferencia, del egoísmo, de la despreocupación y del odio; a través de las
barreras de la concupiscencia de la carne, de los ojos y de la soberbia de la
vida (cf. 1 Jn 2, 16); a través del fomes del pecado que cada uno lleva
en sí, a través de la historia de los pecados humanos y de los crímenes, como
por ejemplo los que gravitan sobre nuestro siglo y nuestra generación... ¡a
través de todo esto!
¡Amor misericordioso,
te pedimos que no nos faltes!
¡Amor misericordioso,
sé infatigable!
¡Sé constantemente
más grande que todo el mal
que hay en el hombre y en el mundo!
¡Sé más grande que ese mal,
que ha crecido en nuestro siglo
y en nuestra generación!
¡Sé más potente
con la fuerza del Rey crucificado!
"Bendito su reino que
viene".
Plaza de San Pedro, Domingo 22 de noviembre de 2009.
Queridos hermanos y hermanas:
En este último domingo del año litúrgico
celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, una fiesta de
institución relativamente reciente, pero
que tiene profundas raíces bíblicas y teológicas. El título de "rey",
referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite dar una
lectura completa de su figura y de su misión de salvación. Se puede observar
una progresión al respecto: se parte de la expresión "rey de Israel"
y se llega a la de rey universal, Señor del cosmos y de la historia; por lo
tanto, mucho más allá de las expectativas del pueblo judío. En el centro de
este itinerario de revelación de la realeza de Jesucristo está, una vez más, el
misterio de su muerte y resurrección. Cuando crucificaron a Jesús, los
sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de Él diciendo: "Es el
rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en Él" (Mt 27,
42). En realidad, precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús se entregó
libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su realeza, que
consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la desobediencia
del pecado. Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación
Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará Él mismo al
aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: "Me ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra." (Mt 28, 18).
Pero, ¿en qué consiste el "poder" de Jesucristo Rey? No es el
poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la
vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder
del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido,
llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad
más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra
libertad. Cristo vino "para dar testimonio de la verdad" (Jn
18, 37) —como declaró ante Pilato—: quien acoge su testimonio se pone bajo su
"bandera", según la imagen que gustaba a san Ignacio de Loyola. Por
lo tanto, es necesario —esto sí— que cada conciencia elija: ¿a quién quiero
seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo,
pero asegura la paz y la alegría que sólo Él puede dar. Lo demuestra, en
todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de
Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los
halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su
fidelidad con el martirio.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a
María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para
siempre (cf. Lc 1, 32-33). Y la Virgen Santísima creyó antes de darlo al
mundo. Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería la de Jesús, y lo
comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el
misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María que nos
ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y a dar
testimonio de él con toda nuestra existencia.
Otras reflexiones muy recomendables:
- Cristo es Rey de vivos, no de muertos. San Justino. (Por Néstor Mora)
- (293) Cristo Rey, venga a nosotros tu Reino (por el P. José María Iraburu)
- (348) Cristo Rey, venga a nosotros tu Reino (por el P. José María Iraburu)
Rey de Reyes, Divina Majestad. Él es dueño del Reino de Cielo y Tierra, Rey de Mares y de Océanos, Rey de la Vida Terrena y Eterna, Rey del Amor. Que el Señor te bendiga amigo José Luis.
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