Mis buenos hermanos, ¿Quién no desea ver a Jesucristo? Estoy convencido que todos nosotros sí, le queremos ver en la Patria Celestial. Pero necesitamos vigilar si nuestras obras nos llevan a Cristo. Queremos llenarnos del Espíritu Santo para que Dios se complazca en nosotros.
¡Cuántas veces hemos perdido a Jesús por culpa nuestra!, por causa de nuestros pecados, pero el Señor no nos ha dejado de amar, su amor sigue, y por eso nos levanta y nos lava por el sacramento de la confesión.
¡Cuántas veces hemos perdido a Jesús por culpa nuestra!, por causa de nuestros pecados, pero el Señor no nos ha dejado de amar, su amor sigue, y por eso nos levanta y nos lava por el sacramento de la confesión.
Perder a Jesús es lo más doloroso que puede padecer un alma, si el alma se mantiene en su caída, y no hace nada por mirar a Cristo, sino a la suciedad de su pecado, hay riesgo de que pueda pasar los años sin haberse purificado de su maldad. Hay quienes aplazan su conversión para más adelante, y se da cuenta que ya no quiere convertirse. Hay quien me ha dicho, que le da igual la eternidad sea cielo o infierno, pero que no se arrepiente de corazón, "Donde Dios quiera iré", es lo que han respondido.
En primer lugar Dios quiere salvarnos, que alcancemos la vida eterna, para eso necesitamos vencernos a nosotros mismos, decir no a nuestro pecado. Y no combatimos en la soledad, sino que Cristo Jesús y María Santísima siempre están a nuestro lado para defendernos, protegernos de los demonios.
Los Santos que han tenido la experiencia de su encuentro personal en el espíritu, con Jesucristo, ya no quisieron poner sus ojos en otra parte.
Hoy vemos que muchos hablan de Jesús, pero no pueden desprenderse del mundo, y se apasionan con cualquier cosa que el mundo le ofrece, a fin de borrar en su memoria el recuerdo de Jesús.
Pero nosotros debemos ser más fuertes que nuestro enemigo infernal, Pues si nos dedicamos día tras día orando.
El corazón embotado llega a complicar la vida a todos los cristianos que no tienen oración en espíritu y verdad, pues no le ayuda a comprender los signos de los tiempos. Escuchaba yo en una entrevista, a la cual una señora le decía a una persona, que no estaba de acuerdo con Jesucristo, por tal o tal cosa. Un corazón embotado llega a contradecir el Magisterio de la Iglesia Católica, cuestiona a los Santos Padres, y se siente satisfechos de que están en la verdad, por eso, nosotros necesitamos orar a plena conciencia, con verdadero fervor, con ternura, para complacer a Dios. Seremos tentados por imaginaciones, pero que no debemos hacer caso, debemos meternos en la oración como quien se sumerge en el fondo del mar.
El corazón embotado llega a complicar la vida a todos los cristianos que no tienen oración en espíritu y verdad, pues no le ayuda a comprender los signos de los tiempos. Escuchaba yo en una entrevista, a la cual una señora le decía a una persona, que no estaba de acuerdo con Jesucristo, por tal o tal cosa. Un corazón embotado llega a contradecir el Magisterio de la Iglesia Católica, cuestiona a los Santos Padres, y se siente satisfechos de que están en la verdad, por eso, nosotros necesitamos orar a plena conciencia, con verdadero fervor, con ternura, para complacer a Dios. Seremos tentados por imaginaciones, pero que no debemos hacer caso, debemos meternos en la oración como quien se sumerge en el fondo del mar.
Para seguir a Jesucristo tenemos la necesidad de renunciar muchas cosas que no nos sirven.
Medítese también Homilía del Santo Padre Benedicto XVI
Autor: Francisco Fernández Carvajal
Ediciones Palabra:
Tomo V
25ª semana. Jueves
Tiempo ordinario (3)
Semanas XXIV-XXXIV
Páginas: 129-135
16. QUERER VER AL SEÑOR
— Limpiar la mirada para contemplar
a Jesús en medio de nuestros quehaceres normales.
I. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos dice que
Herodes deseaba encontrar a Jesús: Et quaerebat videre eum, buscaba la
manera de verle[1]. Le
llegaban frecuentes noticias del Maestro y quería conocerlo.
Muchas de las personas que aparecen a lo largo del
Evangelio muestran su interés por ver a Jesús. Los Magos se presentan en
Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?[2].
Y declaran enseguida su propósito: vimos su estrella en el Oriente y hemos
venido a adorarle: su propósito es bien distinto del de Herodes. Le
encontraron en el regazo de María. En otra ocasión son unos gentiles llegados a
Jerusalén los que se acercan a Felipe para decirle: Queremos ver a Jesús[3].
Y en circunstancias bien diversas, la Virgen, acompañada de unos parientes,
bajó desde Nazaret a Cafarnaún porque deseaba verle. Había tanta gente en la
casa que hubieron de avisarle: Tu Madre y tus hermanos están fueran y
quieren verte[4].
¿Podremos imaginar el interés y el amor que movieron a María a encontrarse con
su Hijo?
Contemplar a Jesús, conocerle, tratarle es también
nuestro mayor deseo y nuestra mayor esperanza. Nada se puede comparar a este
don. Herodes, teniéndole tan cerca, no supo ver al Señor; incluso tuvo la
oportunidad de poder ser enseñado por el Bautista –el que señalaba con el dedo
al Mesías que había llegado ya– y, en vez de seguir sus enseñanzas, le mandó
matar. Ocurrió con Herodes como con aquellos fariseos a los que el Señor dirige
la profecía de Isaías: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista
miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han
hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos...[5].
Por el contrario, los Apóstoles tuvieron la inmensa suerte de tener presente al
Mesías, y con Él todo lo que podían desear. Bienaventurados, en cambio,
vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen [6],
les dice el Maestro. Los grandes Patriarcas y los mayores Profetas del Antiguo
Testamento nada vieron en comparación a lo que ahora pueden contemplar sus
discípulos. Moisés contempló la zarza ardiente como símbolo de Dios Vivo[7].
Jacob, después de su lucha con aquel misterioso personaje, pudo decir: He
visto cara a cara a Dios[8];
y lo mismo Gedeón: He visto cara a cara a Yahvé[9]...,
pero estas visiones eran oscuras y poco precisas en comparación con la claridad
de aquellos que ven a Cristo cara a cara. Pues en verdad os digo que muchos
profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo...[10].
La gloria de Esteban –el primero que dio su vida por el Maestro– consistirá
precisamente en eso: en ver los Cielos abiertos y a Jesús sentado a la derecha
del Padre[11].
Jesús vive y está muy cerca de nuestros quehaceres normales. Hemos de purificar
nuestra mirada para contemplarlo. Su rostro amable será siempre el principal
motivo para ser fieles en los momentos difíciles y en las tareas de cada día.
Le diremos muchas veces, con palabras de los Salmos: Vultum tuum Domine
requiram...[12],
buscaré, Señor, tu rostro... siempre y en todas las cosas.
II. Quien busca, halla[13].
La Virgen y San José buscaron a Jesús durante tres días, y lo encontraron[14].
Zaqueo, que también deseaba verlo, puso los medios y el Maestro se le adelantó
invitándose a su casa[15].
Las multitudes que salieron en su busca tuvieron luego la dicha de estar con Él[16].
Nadie que de verdad haya buscado a Cristo ha quedado defraudado. Herodes, como
se verá más tarde en la Pasión, solo trataba de ver al Señor por curiosidad,
por capricho..., y así no se le encuentra. Cuando se lo remitió Pilato, al
ver a Jesús, se alegró mucho, pues deseaba verlo hacía mucho tiempo, porque
había oído muchas cosas acerca de Él y esperaba verle hacer algún milagro. Le
preguntó con muchas palabras, pero Él no le respondió nada[17]
Jesús no le dijo nada, porque el Amor nada tiene que decir ante la frivolidad.
Él viene a nuestro encuentro para que nos entreguemos, para que correspondamos
a su Amor infinito.
A Jesús, presente en el Sagrario, ¡y tan cercano a
nuestras vidas!, le vemos cuando deseamos purificar el alma en el sacramento de
la Confesión, cuando no dejamos que los bienes pasajeros –incluso los lícitos–
llenen nuestro corazón como si fueran definitivos, pues –como enseña San
Agustín– «el amor a las sombras hace a los ojos del alma más débiles e
incapaces para llegar a ver el rostro de Dios. Por eso, el hombre mientras más
gusto da a su debilidad más se introduce en la oscuridad»[18].
Vultum tuum, Domine, requiram..., buscaré, Señor, tu
rostro... La
contemplación de la Humanidad Santísima del Señor es inagotable fuente de amor
y de fortaleza en medio de las dificultades de la vida. Muchas veces nos
acercaremos a las escenas del Evangelio; consideraremos despacio que el mismo
Jesús de Betania, de Cafarnaún, el que recibe bien a todos... es el que
tenemos, quizá a pocos metros, en el Sagrario. En otras ocasiones nos servirán
las imágenes que lo representan para tener como un recuerdo vivo de su
presencia, como hicieron los santos. «Entrando un día en el oratorio –escribe
Santa Teresa de Jesús–, vi una imagen que habían traído allí a guardar (...).
Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de
verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que
sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece
se me partía y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas,
suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle»[19].
Este amor, que de alguna manera necesita nutrirse de los sentidos, es fortaleza
para la vida y un enorme bien para el alma. ¡Qué cosa más natural que buscar en
un retrato, en una imagen, el rostro de quien tanto se ama! La misma Santa
exclamaba: «¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien
parece que no aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse de ver su retrato,
como acá aun da contento ver el de quien se quiere bien»[20].
III. Iesu, quem velatum nunc aspicio...[21].
Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto
ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria,
rezamos en el Himno Adoro te devote.
Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo
glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al
Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más
pequeño. Estando muy metidos en medio del mundo, en las tareas seculares que a
cada uno han correspondido, y amando ese mundo, que es donde debemos
santificarnos, podemos decir, sin embargo, con San Agustín: «la sed que tengo
es de llegar a ver el rostro de Dios; siento sed en la peregrinación, siento
sed en el camino; pero me saciaré a la llegada»[22].
Nuestro corazón solo experimentará la plenitud con los bienes de Dios.
Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los
siglos. En la Sagrada Eucaristía está Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su
Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la
Consagración. Su Humanidad Santísima, escondida bajo los accidentes
eucarísticos, se encuentra en lo que tiene de más humilde, de más común con
nosotros –su Cuerpo y su Sangre, aunque en estado glorioso–; y especialmente
asequible: bajo las especies de pan y de vino. De modo particular en el momento
de la Comunión, al hacer la Visita al Santísimo..., hemos de ir con un
deseo grande de verle, de encontrarnos con Él, como Zaqueo, como aquellas
multitudes que tenían puesta en Él toda su esperanza, como acudían los ciegos,
los leprosos... Mejor aún, con el afán y el deseo con que le buscaron María y
José, como hemos contemplado tantas veces en el Quinto misterio de gozo
del Santo Rosario. A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá
resultar costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos
pedir a Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de
purificación. Nos puede ocurrir como a los Apóstoles después de la
resurrección, que, aunque estaban seguros de que era Él, no se atrevían a
preguntarle; tan seguros que ninguno de los discípulos se atrevió a
preguntarle: ¿Tú quién eres?, porque sabían que era el Señor[23].
¡Era algo tan grande encontrar a Jesús vivo, el de siempre, después de verle
morir en la Cruz! ¡Es tan inmenso encontrar a Jesús vivo en el Sagrario, donde
nos espera!
[1] Lc
9, 7-9.
[2] Mt
2, 3.
[3] Jn
12, 21.
[4] Lc
8, 20.
[5] Mt
13, 14-15.
[6] Mt
13, 16.
[7] Cfr. Ex
3, 2.
[8] Gen
32, 31.
[9] Jue
6, 22.
[10] Mt
13, 17.
[11] Hech
7, 55.
[12] Sal
26, 8.
[13] Mt
7, 8.
[14] Cfr. Lc
2, 48.
[15] Cfr. Lc
19, 1 ss.
[16] Cfr. Lc
6, 9 ss.
[17] Lc
23, 8-9.
[18] San Agustín, Del libre albedrío, 1, 16, 43.
[19] Santa Teresa, Vida, 9, 1.
[20] Ibídem,
6.
[21] Himno Adoro
te devote.
[22] San Agustín, Comentarios a los Salmos, 41, 5.
[23] Jn
21, 12.
Querido José Luis, ya sólo el principio de tu escrito, de tu pensamiento, de tu reflexión en esta entrada... desear conocer a Jesús... me llena de alegría el alma. Gracias amigo, lo que transmites es precioso. Un fuerte abrazo y feliz fin de semana.
ResponderEliminar@Pepe_Lasala