Dios
nos ama, todos los sabemos bien, y lo decimos frecuente, pero parece que cuando
decimos esta verdad, esta realidad de que Dios nos ama, mayormente se dice sin
sentirlo desde el corazón, y de ahí sigue, luego el olvido de Dios.
El
amor que Dios nos tiene nos debe llevar por los caminos de Dios, nunca los
nuestros.
La
ingratitud, el egoísmo de nuestra oración, significa que está vacío de amor a
Dios.
- Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.» (Salmo 95 (94), 8)
Cuando
un pecador se olvida de profundizar sinceramente en la oración, va perdiendo
méritos para el Señor. La costumbre de pecar, es eso, hundirse más en un pozo
lleno de inmundicias, con todos los malos olores inimaginables en este mundo,
que finalmente ya no se reconoce los avisos del Señor que nos invita a convertir
nuestro corazón a Cristo.
El
corazón endurecido ya ha perdido la capacidad de reconocer que Dios si puede
castigar por las malas obras, a los pecadores que no quieren buscar la
misericordia de Dios en el sacramento penitencial.
Cuántas
veces el enemigo infernal, conocemos aquello que ha llegado a convencer a los
más duros corazones, “no existe el infierno”, pero sí llegan a creer en la
misericordia de Dios, y no abandonan su pecado. Y es por lo que otro de los
engaños del príncipe de las tinieblas. Dios como es Misericordioso no castiga.
Cuando
escuchamos hablar alguien así, y aun teniendo la Biblia por delante, o e
Catecismo, o lo que nos enseña el Magisterio de la Iglesia Católica, la Sagrada
Tradición, la doctrina de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia Católica,
los ejemplos de nuestro tiempo, que ya no se reconoce, el demonio les seduce y
les hace creer, “Dios no castiga”.
Cuando
sucede una tragedia, como un terremoto, un huracán, “eso es malo porque no
viene de Dios, y Dios no castiga así”; estas personas no están interesadas por
la oración, no están interesadas en buscar el Amor de Dios. Pues sólo desde el
rechazo a la vida de santidad, es decir, cuando uno se entrega de lleno al
mundo, ya no tiene el amor de Dios, y es por eso se hunde cada vez más en el lodo de la inmundicia.
Por
lo que veo, que cuando se piensa: “Dios no castiga”, porque no tiene el Amor
del Padre (en 1º. Jn 2, 8). Todo aquel que tiene o busca ese amor de Dios, se
convence por sí mismo de la realidad, que Dios castiga, pero sólo si no te
conviertes de corazón. Los castigos de Dios es una invitación del amor de Dios
y camino a la santidad. El corazón embrutecido, y por una falsa religiosidad, consigue
tener la aprobación de otras personas, y se convierte en ciego que guía a
ciegos.
En
las Sagradas Escrituras también leemos, que esas adversidades climatológicas, “desastres
naturales”. Hemos convencernos desde el amor de Dios, que no hay desastres, el
Señor no envía desastre, sino avisos para que todos nos convirtamos de corazón,
con toda el alma.
En
una de las obras de San Alfonso María de Ligorio, Preparación para la muerte,
es decir, que debemos prepararnos santamente para bien morir, en gracia de
Dios, es una preparación para la vida eterna. Más de cien veces habla del
castigo de Dios, y como podemos evitar esos castigos. Nosotros, todo ser humano
hemos sido creados para la inmortalidad, y la eternidad junto a Dios la debemos
comenzar inmediatamente, bueno, ya que es que teníamos que haber comenzado desde
todos nuestros años pasados, desde que el Señor nos ha llamado a conversión,
aunque algunos hayamos tenido la desdicha de no vivir en el pasado en santidad,
desde el momento en que tenemos la seguridad de que Dios siempre ha estado a
nuestro lado, porque nos ama, debemos perseverar en el fiel cumplimiento de su
Santísima Voluntad.
Veamos
este ejemplo, los peligros gravísimos que acarrean los abusos a la Divina
Misericordia de Dios.
La
ingratitud de Udon
Tritenio,
Canisio y otros refieren que en Magdeburgo, ciudad de la Sajonia, había un
hombre llamado Udon, el cual siendo joven fue de tan cortos alcances que era la
burla de sus condiscípulos. Hallándose un día muy afligido por su incapacidad,
fue a encomendarse a la Virgen Santísima delante de una imagen suya, María se
le apareció en sueños y le dijo: «Udon,
te quiero consolar, y no solamente te quiero alcanzar de Dios la sabiduría
suficiente para librarte de las burlas, sino también un talento tan grande que
cause admiración. Además te prometo que cuando haya muerto el obispo serás
elegido en su lugar». Todo se efectuó como dijo María: progresó luego en
las ciencias, y obtuvo el obispado de aquella ciudad. Pero Udon fue tan desagradecido con Dios y su Bienhechora que dejando
toda devoción llegó a ser el escándalo de todos. Mientras una noche estaba
en la cama con una sacrílega compañera, oyó una voz que le dijo: “Udon
cesa de divertirte en ofensa de Dios, bastante ha durado esto” La
primera vez que oyó estas palabras se enojó pensando que sería algún hombre que
pretendía corregirle; pero viendo que las repitieron en la segunda y tercera
noche, empezó a recelar que aquella voz fuese del cielo. A pesar de esto continuó en su mala vida; más, después de tres meses que Dios le concedió para que se arrepintiera,
he aquí el castigo que sufrió. Se hallaba una noche en la iglesia de San
Mauricio un devoto canónigo llamado Federico, rogando a Dios que se dignase
poner remedio al escándalo que daba el prelado, cuando he aquí que se abrió la puerta de la iglesia empujada
por un fuerte viento. Luego entraron dos jóvenes con antorchas encendidas
en las manos, y se colocaron a los lados del altar mayor, entraron después
otros dos, los cuales tendieron un tapete delante del mismo altar y pusieron
sobre de él dos sillas de oro. Entró luego otro joven en traje de militar en
espada en mano, el cual deteniéndose en medio de la Iglesia gritó: «¡Oh,
Santos del cielo que tenéis vuestras sagradas reliquias en esta iglesia, venid
a pronunciar la gran justicia que hará el Supremo Juez!» A estas voces
aparecieron muchos santos, y también los doce Apóstoles como asesores de este
juicio, y en fin entró Jesucristo, quien se sentó en una de aquellas dos
sillas. Después apareció María acompañada de muchas santas vírgenes, y el Hijo
la hizo sentar en la otra silla. Entonces ordenó que trajesen el reo, que era
el desdichado Udon. San Mauricio habló pidiendo justicia de parte de aquel
pueblo escandalizado por su vida infame. Todos levantaron la voz diciendo:
«Señor, merece la muerte» «Que muera, pues», dijo el Juez eterno. Más antes de
que ejecutase la sentencia (véase cuan grande es la piedad de María), la
compasiva Madre salió de la iglesia para no asistir a un acto de justicia tan
tremendo: y luego el celestial ministro de la espada que entró con los primeros
se acercó a Udon, le hizo saltar de un golpe la cabeza del cuerpo, y
desapareció la visión. La Iglesia se hallaba a oscura; y cuando el canónigo iba
temblando a encender luz a una lámpara, se volvió y vio el cuerpo de Udon sin
cabeza, y el cielo todo ensangrentado. Habiendo amanecido, el pueblo acudió a
la iglesia, y el canónigo le refirió toda la visión y el final de aquella
horrible tragedia. En el mismo día el infeliz Udon condenado, apareció a un
capellán suyo que ignoraba todo lo que había pasado en la iglesia. El cadáver
de Udon fue echado a una laguna, y su sangre quedó para perpetua memoria en el
pavimento de la iglesia, que está cubierto siempre con una alfombra, y desde
entonces se acostumbra levantarlo cuando toma posesión el nuevo obispo, a fin
de que a la vista de semejante castigo piense en arreglar bien su vida, y en no
ser ingrato a las gracias del Señor y de su Santísima Madre. (San Alfonso María
de Ligorio, «Las glorias de María» T. II. Discurso II, punto 2, página 53.
Editorial Apostolado Mariano. Sevilla).
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No
hubo piedad para Udon, la Santísima Virgen María no intercedió por el ingrato,
los santos suplicaron venganza contra el injusto. El canónigo había rogado a
Dios que pusiera fin a tan horrendo escándalo, y todo el pueblo…
«No deis escándalo ni a judíos ni a griegos ni a la Iglesia de Dios »(1 Cor. 11, 32)
No
nos alarmemos, pues en una ocasión, compartí hace años, este ejemplo de Udon, y
hubo quienes no llegaron a comprender el sentido.
El
pecador si se aparta del camino de la piedad y de la santidad, está rompiendo
con los lazos de salvación que Jesucristo nos enseña y a por medio de María
Santísima. Ni a Cristo Jesús, ni a María Santísima le agrada la perdición de
las almas, lo leemos en las Santas Escrituras, acordémonos las lágrimas de
sangre que Jesús derramó antes de ser detenido y luego darle muerte. Nuestros
pecados nos embrutecen, nos deshumaniza totalmente, el pecado mortal vuelve a
la persona como una bestia infernal, las impurezas es un desprecio a la bondad
de Dios, es despreciar la intercesión de la Santísima Madre de Dios. Nadie en
el mundo obligó a Udon a ser castigado. Pero Udon no es un único personaje, puede ser cualquiera que haga oídos sordos a la voz de Dios. Cuando la devoción a la Santísima Madre de Dios, no hay sinceridad, no hay deseo de conversión, la situación personal puede agravar por momentos.
En
este relato, vemos también un fuerte viento, advertencia del Señor. Los fuertes
vientos, huracanes, o los terremotos, las inundaciones, etc. no son nada graves en comparación
con un solo pecado mortal.
Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.» (Salmo 95 (94), 8)
Cuando un alma se consagra al Señor y comete pecado mortal, San Alfonso María de Ligorio, dice que es más fácil que se convierta un cristiano vicioso que un sacerdote impuro.
En otras reflexiones sobre los castigos de Dios, si no son seguidos, nos ayudará a no dejarnos engañar por aquellos corazones duros y mal dispuesto que dicen "Dios no castiga", y el diablo está desesperado, está que le rechina los dientes, porque no todos caen en esta mentira. Y si se habla sobre los castigos de Dios, es para que vivamos en Gracia de Dios, no una vida mundana, que nos hace miopes y hasta ciegos.
Pero hemos de tener el convencimiento, que mientras perseveremos en la Voluntad de Dios, siempre, viviendo en su Gracia Divina, aunque tengamos debilidades, no debemos procurar la desgracia del pecado mortal.
Cuando escuchamos la voz del Señor comenzamos a hacer mucha limpieza en nuestro interior, y el Señor nos va ayudando, no podemos ser perezosos. no debemos serlo para nuestro bien, para nuestra libertad y salvación eterna.
El que se arroja en el pecado mortal, está exigiendo la muerte para sí mismo.
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