No dejemos de glorificar y alabar a Dios con nuestras obras y pensamientos.
Cuando nuestro corazón es guiado por la
caridad, todo este tiempo, Cuaresma y Semana Santa, esa caridad no debe
detenerse.
Lo que nos hace duros de corazón, es no
amar a Cristo, pero ¿cómo podremos saber que amamos a Cristo, desde el corazón?
Cuando nos negamos a nosotros mismos, para vivir conforme a los derechos de
Cristo.
Vivir conforme a la fe, que yo me proponga,
contando con mis propias fuerzas, ahí estamos fallando, no estamos siguiendo a
Cristo, sino que nos seguimos a nosotros mismos.
Son bellísimas las palabras del
Evangelio, ahí tenemos todas las soluciones para comprender hasta que punto
amamos a Cristo, o no le amamos, las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia
Católica, el Magisterio tan maravilloso y santo que el Señor nos enseña, por medio
de la Iglesia de Cristo, y que tenemos por guía al Papa, que es Cristo en la
tierra.
Los obispos en comunión con el Papa,
también nos alimenta con esa doctrina agradable que nos ayuda a fortalecer
nuestro espíritu.
Qué feo es el mundo, nos enseña también
nuestro obispo Carlos Osoro, cuando no se vive conforme a Dios, cierto, cuánto
egoísmo, cuánta soberbia, cuánto desamor. Ya también nos lo decía el
bienaventurado Benedicto XVI, y la denuncia sobre el relativismo.
¿Cómo puedo amar a Dios si no amo a mi
prójimo? La oración, necesitamos orar de verdad, cuando la oración es grata al
Señor, tenemos la protección del Altísimo, pero si oramos buscándonos a nosotros
mismos, estamos perdiendo terreno. Pues las insidias del enemigo infernal, cuando
no puede hacernos daño directamente, se aprovecha por otros medios… no podemos
consentir, tenemos que seguir siendo humildes de Corazón.
¡Cuánta humildad y dulzura la de Nuestro
Señor Jesucristo!, ahí tenemos el ejemplo a seguir. El recogimiento y
contemplación de la Santísima Madre de Dios, otro digno ejemplo que debe
fundirse en nuestra vida, porque como Ella, también nosotros podemos meditar diariamente
la Palabra de Dios.
Si queremos hacernos el duro, podemos
hacerlo, pero contra las tentaciones del demonio, contra sus insidias y dardos
venenosos, Dios nos ama de verdad. En Cristo vencemos, con la ayuda de la Gracia,
y cada vez que demostramos no por nosotros mismos, porque eso sería soberbia,
sino en atención a Cristo Jesús, cada
vez que mostremos paz, dulzura, humildad, el demonio se siente derrotado, ya
que nuestra batalla es contra las asechanzas del demonio.
Por eso, la Semana Santa debe tener un
efecto santificante para nosotros, para crecer en la humildad de corazón, para
complacer sólo a Dios, porque es imposible, complacer a todo el mundo, pero
esto no nos puede detener para vivir siguiendo el ejemplo de los Santos.
Dice nuestro querido Obispo Carlos Osoro, que cuando Dios desaparece de nuestra vida, podemos caer en la superioridad. Y es verdad, la arrogancia, la superioridad contra el prójimo, el desprecio, nuestra soberbia, resentimientos y otros malos, que el demonio nos impide reconocer, porque Dios se aleja de nuestra vida. Hemos de estar muy vigilantes para que no sucedan cosas así. Pues si Dios me ofrece su amor y caridad, también así, hemos de comportarnos con nuestros prójimos,
Para los cristianos, no hay semana más
importante del año que la Semana Santa. En
esos días se nos invita a sumergirnos en los acontecimientos centrales de la
Redención, a revivir el Misterio Pascual. Todas las celebraciones nos
ayudarán a meditar de un modo más vivo la pasión, la muerte y resurrección del
Señor. Deseo hacer una invitación general:
1)
a los que creen y viven la
fe, para aumentarla;
2)
y 2) a los que viven en la
duda o en la búsqueda, para abrir sus vidas a un acontecimiento de gracia como
es el Triduo Pascual. Recuerdo aquellas palabras del Beato Juan Pablo II: “abrid las puertas a Cristo”. Sí, abrid
vuestro corazón, dejad que entre en él Nuestro Señor Jesucristo y que con su
vida ilumine la nuestra. Dios muestra su amor a los hombres. Dios quiere
que el hombre viva. Dios tiene una pasión especial por el ser humano. La verdadera dignidad la alcanzamos cuando
descubrimos lo que realmente somos: hijos de Dios y hermanos de todos los
hombres. No vivamos como si Dios no existiera. Os invito a todos los
cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que siempre en lo
más profundo del corazón queréis vivir en la verdad, a que acerquéis la vida a
Jesucristo. Os invito a vivir la Semana Santa, en este Año de la Fe, creyendo
en Jesucristo, celebrando la fe, viviendo según Él y orando, es decir, en
diálogo permanente con quien sabemos que nos ama.
La
Semana Santa y, muy en concreto el Triduo Pascual, es una melodía que,
interpretada en un mundo secularizado, tiene una belleza que sobresale sobre
todas las cosas. El mundo sin Dios es feo, se
queda sin atractivos, no tiene fundamentos fuertes para la inspiración
creadora. No dejemos que Dios desaparezca de nuestra vida y de la vida pública.
Cuando Dios desaparece de la vida somos más débiles y frágiles. Quizá puede
existir un primer momento de apariencia de fortaleza y superioridad, porque
somos nosotros los que damos la orientación a todo, sin querer buscar ni tener
a nadie superior a nosotros mismos. Quitamos a Dios y hacemos depender todo de
nosotros mismos. Pero, en lo más hondo de la vida del ser humano se esconden
interrogantes profundos para los que no tenemos ninguna respuesta.
La
Semana Santa es siempre una oportunidad para promover en nuestra vida personal
y pública la dimensión espiritual del ser humano.
Es terrible la vida del ser humano cuando cae en una especie de atrofia
espiritual y en un vaciamiento del corazón. Los últimos cincuenta años de
éxitos económicos y técnicos nos han traído, ciertamente, muchos bienes y
progresos, pero, junto a todo ello, nos han llegado profundos desórdenes en la
ecología humana, ya que hemos eliminado de nuestra vida aspectos que son
sustantivos para la misma. Hay preguntas que, necesariamente, nos hemos de
hacer: ¿Somos más felices los hombres hoy contando menos con Dios? ¿Nos notamos
más llenos de generosidad o percibimos vacíos importantes en nuestra vida y más
lejanía hacia las situaciones de los demás? ¿Vivimos más y mejor la
solidaridad? ¿Tenemos más capacidad para crear la fraternidad? ¿Crece más la
misericordia y el perdón de los unos para con los otros? Nunca olvidemos que,
cuando dejamos que entre en la vida personal y colectiva de los hombres a
Nuestro Señor Jesucristo, siempre nos inspira a ponernos al servicio de los
demás. Él nos ofrece ver la realidad del modo más profundo que se puede
observar. Quien se abre a la novedad que nos ofrece, instaura en su existencia
la “economía de la Caridad” o la “economía del Amor”, que hace posible que nos
olvidemos de nosotros mismos y pasen a ser más importantes los demás.
La
Semana Santa se nos presenta, pues, como un medio singular de gracia, de
encuentro con Jesucristo para afrontar todos
los desafíos que lleguen a nuestra
vida desde una adhesión inquebrantable a Dios. Así nos lo revela Nuestro Señor
Jesucristo en el Triduo Pascual: en el Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de
Resurrección. No podemos quedarnos en meros observadores, viendo cómo en
algunas partes de la tierra, con más intensidad que en otras, se margina a Dios
de la vida personal y colectiva. Así, solamente observando, crece el
secularismo en la vida pública y el relativismo en la vida intelectual. Tenemos
una responsabilidad y debemos de hacer un compromiso serio por la “nueva
evangelización”.
Hay desafíos, a este respecto, que los
cristianos tenemos que afrontar para la “nueva evangelización”. Sugiero
algunos:
1) El encuentro con Jesucristo. Dejemos
encontrarnos con quien nos da la fuerza necesaria para vivir la fe en el hoy de
la historia de los hombres. No dejemos
que Nuestro Señor Jesucristo se ausente de nuestra existencia,
pues ello nos hace caer en el individualismo, las ideologías y las costumbres
que minan los fundamentos de la vida, del matrimonio, la familia y la moral
cristiana. Tenemos que encontrar la fuerza para responder a estos desafíos
en el conocimiento profundo y en el amor sincero a Nuestro Señor Jesucristo, en
la meditación de la Sagrada Escritura, en la adecuada formación doctrinal y
espiritual, en la oración constante y permanente, es decir, en la permanencia
en el diálogo con el Señor, en la recepción frecuente del Sacramento de la
Penitencia o Confesión, en la participación activa y frecuente de la Santa
Misa, en la práctica de las obras de caridad.
2) Abrirnos al mundo como exigencia del
ardor misionero que Nuestro Señor Jesucristo puso a los discípulos: “Id por el
mundo y anunciad la Buena Noticia”. Una apertura para hacer ver a los hombres
lo que no ven en ninguna parte, es decir, la alegría, la esperanza y el amor
que brotan del hecho de estar con el Señor Resucitado. No es apertura para
mundanizarnos, sino para hacer presente a Dios.
3) Vivir sabiendo y manifestando que
somos Iglesia. Y hacerlo dando la misma respuesta de María al ángel: “He aquí
la esclava del señor; hágase en mí según tu palabra”. La respuesta de María hoy
se prolonga en la Iglesia, que está llamada a manifestar a Cristo en la
historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda seguir visitando a
la humanidad con su misericordia. Vivamos desde la esencia pura y no deformada
de la Iglesia. Aprendamos a conocer y
amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia. Sintamos profundamente
que somos parte de ella. Construyamos el templo de Dios con las “piedras
vivas”, que somos cada uno de los cristianos, sobre el único fundamento que es
Jesucristo: “sois edificio de Dios”.
4) Que
sea el amor el corazón de nuestra vida. Y que sea ese amor quien siempre dé
la respuesta a aquella pregunta que le hicieron a Jesús, “¿quién es mi
prójimo?”, y a la que, con tanta claridad, Él contestó con la parábola del buen
samaritano, diciéndonos a nosotros “ve y haz tú lo mismo”. Porque amar es
comportarse como el buen samaritano. Sabemos bien que el buen samaritano por
excelencia es Jesucristo, que, siendo Dios, no dudó en rebajarse hasta hacerse
hombre y dar la vida por nosotros. El amor de Cristo está en nuestra vida
cuando vivimos con la certeza de que Cristo resucitó, y que es Él quien nos
infunde la valentía, la audacia, la pasión y la perseverancia para anunciarlo.
Atrevámonos a entregar lo que más necesitan los hombres.
Con gran afecto, os bendice
+
Carlos, Arzobispo de Valencia
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